Una gran cantidad de ciudadanos indignados por los resultados del informe PISA se dedicaban el martes a discutir en Twitter con una cuenta falsa de la consejera Anna Simó. Cientos de personas que no se detenían a preguntarse si no había algo raro en los mensajes de esta cuenta y en su tono evidentemente paródico. Tampoco prestaban atención a los múltiples indicios –empezando por la bio del perfil– que daban a entender que se trataba de una cuenta falsa. Tenían necesidad, estos ciudadanos, de descargar su ira, y tan pronto como veían una foto de la consellera, aunque fuera acompañada de un texto que descarrilaba por todos lados, embistían –verbalmente– sin detenerse en más consideraciones. Un cero en comprensión lectora, por tanto, y aún más en comprensión de registros como la ironía, que implican más de un nivel de lectura.
A estas alturas todo el mundo ya ha dicho de todo y ha dado, sobre todo, la culpa al su enemigo predilecto. Desde las leyes educativas españolas hasta lo que algunos llaman "teorías modernas", pasando por los docentes, los pedagogos, las familias, los gobiernos autonómicos, el modelo económico, la lengua catalana, el Proceso, el post-Proceso, la represión del Proceso, la falsa cultura woke, la falsa cultura new age, el PSOE, el PP, ERC, Junts, los medios de comunicación públicos y privados, las pantallitas, la falta de prescripción de lecturas de clásicos de la literatura universal o el reggaetón: todos estos elementos han sido citados como motivos principales de la catastrófica caída en lectoescritura (y matemáticas y ciencias). Es posible que muchos de ellos tengan una parte, menor o mayor, de responsabilidad (el reggaeton creo que no). Seguro que no tienen la lengua catalana (que también fue atacada, por no variar) ni los inmigrantes, que fueron señalados no sólo por la extrema derecha, sino también, de forma tan arbitraria como inaceptable, por el departamento de Educación de la Generalidad de Cataluña.
A diferencia de tantos admirables colegas, capaces de identificar la raíz de los resultados del informe PISA (y, a menudo, su clara solución) en un solo artículo, o directamente en un tuit, reconozco que no me veo con corazón. Pero algo está claro, y es que la dramática preocupación por la educación viene justo después de la angustia que sentíamos ayer por la sequía y la indignación por Gaza, y antes de la ira que nos encenderá mañana por algún otro problema urgente, al que saltaremos como quien cambia de vídeo en el TikTok, o de grupo de WhatsApp, o de canal en la tele.
Somos incapaces, como sociedad, de fijar la atención en nada durante un tiempo razonable: quizá por eso a los más jóvenes les ocurre lo mismo. Al conocimiento se puede acceder de mil maneras, pero no habrá ninguna que pueda llevarse a cabo sin esfuerzo, concentración y perseverancia, palabras que, al parecer, se han vuelto impopulares. Hay quien acusa incluso a la idea de conocimiento de ser excluyente, o divisiva, o clasista. En realidad, lo que es profundamente reaccionario es empeñarse en albergar la realidad dentro de los propios prejuicios.