Sede de Hacienda en la plaza Letamendi, en Barcelona.
17/05/2024
4 min

En plena campaña de la declaración de la renta es normal mirar al vacío y preguntarse muchas cosas. Normalmente las respuestas salen acompañadas de un resoplido y pertenecen a la familia de la resignación. Pero si tienes la incierta suerte de toparte con algún producto cultural de esos que te recuerdan que las cosas no siempre han sido como son ni hay razón alguna para que siempre tengan que seguir igual, las preguntas pueden empezar a volverse productivas .

Pues bien: estos días leo sobre las elecciones que enfrentarán a Joe Biden y Donald Trump, y he topado con el concepto que mejor ha aglutinado el progresismo americano: el Green New Deal. La idea es que, si nos fijamos en la redistribución de la riqueza a lo largo de la historia de la humanidad, los años en los que el mundo occidental ha sido menos desigual corresponden a los del New Deal de Franklin Delano Roosevelt, reformas económicas para luchar contra la Gran Depresión que establecieron controles sobre los mercados financieros e impuestos para ricos y empresas que hoy parecen impensables. Ahora bien, es obvio que lo que fue pensado podría volver a serlo. Surfeando la preocupación de las nuevas generaciones por el cambio climático, el Green New Deal debería aprovechar las transformaciones necesarias para hacer la economía verde para transformar el sistema de formas tan igualitarias como las del New Deal original. Mientras leía y todo esto me parecía muy bien, me llamó la atención una frase del propio Roosevelt: “Una nación de propietarios, de personas que poseen una parte real en su tierra, es imposible de conquistar”. ¿Cómo lo haremos si la propiedad tiene tanta mala fama entre las nuevas generaciones que se preocupan por las emisiones de CO₂?

Cuanto más va, más se ve que la desmaterialización del mundo no ha sido una buena idea. En su origen, el objetivo era luchar contra el consumismo. Se decía que, si siempre vivimos pendientes del coche y de la casa, desperdiciaremos la vida esclavizados en una espiral de trabajo y competición. Y se impuso el consenso de que las cosas buenas no dependen tanto de lo que tienes sino de cómo te relacionas con el mundo. Pegarse menos por ser más libres y felices parecía un proyecto razonable. Podíamos vivir de alquiler mientras perseguíamos la realización personal, que es mucho más pura e intangible que una casa y, por tanto, nadie te la puede criticar cuando los muebles pasan de moda.

El problema es que no todo el mundo dejó de comprar cosas duras. Mientras se convencía a una generación de que lo que importa son las experiencias, los billonarios y los fondos de inversión iban concentrando la propiedad cada vez en menos manos y, naturalmente, los sueldos bajaban y los precios de la vivienda no paraban de subir. Huele a chamuscado, que sean exactamente los mismos que tienen los que han hecho propaganda contra el tener. En 2016, el Foro Económico Mundial produjo un vídeo que se titulaba No tendrás nada y será feliz, que proponía un 2030 utópico en el que todo nos vendría dado en forma de renting. Al igual que ya no compramos discos, habría un spotifyización del mercado inmobiliario, de la ropa, de los electrodomésticos, etcétera.

Si hoy esta utopía nos suena a distopía es porque hemos entendido que la desmaterialización ha sido un robo encubierto. La cultura del alquiler de todo esto nos ha hecho dependientes de empresas y organismos públicos que han ido configurando los costes y la lógica de los servicios como hacen todo los monopolios. Porque, tal y como explica Joel Kotkin con su concepto de neofeudalización, la propiedad y la democracia siempre han ido de la mano. Aristóteles ya escribió que una clase media de propietarios era un contrapeso necesario para que los muchos gobernaran sobre los pocos. Desde las ciudades-estado de Grecia hasta la República Holandesa, pasando por Estados Unidos del New Deal, sabemos que la igualdad democrática no es nunca el fruto de la buena voluntad de las élites, sino de que la mayoría tenga poder de presión . Sin el vínculo con el sitio que habitamos garantizado a lo largo del tiempo –vínculo que confiere la propiedad–, las personas son mucho más fáciles de subyugar. Se habla de neofeudalismo porque ya había un nombre para quienes trabajan la tierra que no les pertenece: siervos.

La digitalización ha aportado más capas de distancia entre nosotros y la base material del mundo. Y además funciona: en las pantallas encontramos placer y sentido. Todo esto podría estar muy bien si el mundo real estuviera gobernado con transparencia y justicia y pudiéramos despreocuparnos. Pero ahora tengo que hacer la declaración de la renta y comparo lo que me puedo permitir con mi sueldo y lo que podían permitirse mis padres. La condición de periodista autónomo también me envidia a los trabajadores de sectores más presenciales y materiales, que en el metro y en la oficina se dan cuenta de que hay muchos otros como ellos y se juntan para hacer huelgas que molestan hasta que les hacen caso. Y después me doy cuenta de que no hay ninguna razón por la que los que trabajamos todo el día delante de un ordenador no podamos hacer algo similar. Por inmaterial que parezca todo, incluso internet depende de carreteras, tuberías y cables perfectamente físicos que pueden cortarse con relativa facilidad. Son cosas que se olvidan fácilmente frente a una pantalla, hasta que en la pantalla aparecen las siglas de la AEAT.

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