Todos cómplices

3 min
El presidente ruso, Vladimir Putin, en una imagen de archivo.

Los escritores rusos suelen exudar una melancolía muy característica. Nos parece que en eso consiste la famosa “alma rusa”, pero yo no estoy muy convencido. No hace falta nada parecido al alma para exudar melancolía. Basta con vivir bajo una tiranía perpetua en un territorio inmenso de clima despiadado. ¿Qué individuo o qué sociedad no tienden a la melancolía en esas circunstancias?

Kilómetro 101, de Maxim Ósipov, explica muy bien todo esto. Empezando por la ciudad en la que vive el propio Ósipov, médico cardiólogo. Hablamos de Tarusa, una antigua villa vacacional que prosperó gracias a estar situada exactamente a 101 kilómetros de Moscú. Después de cumplir condena, a los presos políticos se les prohibía vivir a menos de 101 kilómetros de la capital o de cualquier otra ciudad importante. Tarusa, por tanto, era un lugar idóneo para establecerse tras pasar por el gulag.

Ósipov, un escritor escueto y afilado, cuenta la realidad rusa a través de sus experiencias hospitalarias. Tarusa no es en absoluto tétrica: la Madre Rusia contiene lugares mucho peores. Y, sin embargo, falta equipamiento, faltan medicinas, falta incluso un poco de entusiasmo por parte de los pacientes, resignados a una vida relativamente breve y empapada en alcohol.

¿Nostalgia de la Unión Soviética? Mucha. No porque los personajes que aparecen en los distintos relatos sean comunistas, sino porque, puestos a someterse a un régimen tiránico, tiene su lógica preferir el anterior, el que inspiraba miedo y respeto al resto del mundo. “¡Eso era poderío!”, dice una joven periodista.

Vladimir Putin, al que Ósipov no menciona jamás por su nombre (afirma que nadie lo hace, por si acaso), también inspira terror, pero no respeto. “Un gris agente de seguridad apodado El Polilla, que ha observado el mundo europeo a través de la televisión de Alemania Occidental, soñando, quizá, en convertirse algún día en parte de él y vivir, por ejemplo, en Stuttgart”. Eso dice Ósipov del presidente ruso.

Hay evocaciones indirectas a la época de Boris Yeltsin y a los años 90, cuando en nombre de la democracia y la libertad el país fue saqueado con la complicidad occidental. Los rusos oían hablar del sacro mercado mientras pasaban hambre. No tardaron en comprobar que, en Rusia, libre mercado significaba robo. Con Putin se perpetuó el robo pero, al menos, se acabó el hambre.

Uno de los personajes se queja de que los rusos tengan mala fama en el exterior porque “se han partido el pecho” por ayudar a otros países. Habría que preguntar a los habitantes de esos países. En cualquier caso, persiste en buena parte de la población rusa un cierto espíritu imperial cuyas raíces atraviesan la era soviética y abarcan la larga historia zarista.

Esa nostalgia del imperio constituye el nudo de Kilómetro 101: cuando Putin invade Ucrania (los rusos llevan ya años entre colectas para la región prorrusa de Donetsk y discursos patrióticos sobre el nazismo ucraniano) se abre una gran fisura en la sociedad. Están los que apoyan la invasión y los que la rechazan. Y están los que, dadas las circunstancias, prefieren no saber. Una mujer llama desde Kiev a su madre en Moscú: “Mamá, Rusia nos está bombardeando”. “Eso no es verdad, hija, la tele ha dicho que se respeta a los civiles”.

Ósimov, como tantos otros escritores rusos, opta por escapar. Al principio de la guerra vuela a Armenia y desde allí a Alemania, donde vive ahora.

Cuando habla de Tarusa, Ósimov hace una breve reflexión sobre los mecanismos que permiten el funcionamiento de ese microcosmos ruso: “La alegre participación en el fraude colectivo refuerza la unidad de la nación no menos que las buenas leyes”.

La cohesión social como trama de complicidades en el delito o, al menos, en la mentira: no es mala idea. Y tal vez, con los necesarios ajustes, no sea un fenómeno exclusivo de Rusia. Se me ocurre que este sistema de complicidad en el fraude podría servir para explicar aspectos fundamentales de la política española. Y, por qué no, de la sociedad española. Y catalana. En cierto modo, todos sabemos que participamos en una serie de mentiras, como emisores o receptores. Supongo que de alguna forma hay que combatir el tedio y la desesperanza, eso que según Schopenhauer constituye el núcleo de la experiencia humana.

Los ataques de lucidez pueden ser devastadores. Por eso optamos por la complicidad en el fraude. En cualquier situación de riesgo, ante la evidencia de la realidad, hacemos como la madre rusa: “Eso no es verdad, ha dicho la tele que no es verdad”.

Enric González es periodista
stats