La invasión rusa de Ucrania y la atroz guerra que ha desencadenado tiene como consecuencia, entre otras, un fuerte encarecimiento del gas natural y el temor a un problema de escasez en la Unión Europea que se podría dar especialmente este invierno. Esto ha disparado comprensibles alarmas y ha creado la sensación que hay que actuar de forma urgente.
¿Pero qué es una acción urgente? Estos días de oleadas de calor, deshielo de glaciares e incendios nos recuerdan de nuevo también la urgencia de actuar ante el cambio climático mitigando sus emisiones. No solo apagando incendios (que también tienen que ver con la gestión forestal), sino actuando urgentemente para cambiar de rumbo. Con contradicciones y de forma demasiado tímida, la UE planteó hace pocos años seriamente esta idea con el Pacto Verde Europeo o Green New Deal.
Las respuestas a la urgencia de los problemas de inflación y de abastecimiento de gas las tendríamos que valorar en el contexto, también, de la emergencia climática evitando que la coyuntura actual nos aleje de este cambio de rumbo y que unas urgencias hagan olvidar otras.
Bienvenidas sean las obligaciones de limitar las temperaturas mínimas y máximas de aires acondicionados y calefacciones en lugares públicos (y las fuertes campañas de persuasión para un uso privado responsable). La pregunta es: ¿por qué ha hecho falta una guerra para poner en marcha estas regulaciones si somos conscientes de que estamos en situación de emergencia climática? La medida, además, no cuesta dinero sino que lo ahorra.
Bienvenidas también las medidas de aumento de eficiencia energética de hogares y edificios y de impulso del autoconsumo energético, activadas en gran parte gracias a los fondos europeos Next Generation pero también a subvenciones y desgravaciones fiscales provenientes de muchos ayuntamientos (como está haciendo decididamente por ejemplo el de Barcelona). Reducen emisiones, protegen de la pobreza energética y también hacen las economías más resilientes haciéndolas menos dependientes de las importaciones de recursos energéticos. Estas medidas sí que implican inversiones y esto recuerda que destinar más dinero a armamento –como se ha pactado con la OTAN– tiene el coste de oportunidad de no poderlo destinar a usos como este. Más gasto armamentista no llevará a un mundo más seguro, mientras que las políticas para frenar el cambio climático pueden proteger de un mundo más inseguro reduciendo el sufrimiento y la inestabilidad social que comportará, sobre todo en los países más pobres (una gran injusticia porque la responsabilidad histórica del problema se concentra sobre todo en el mundo rico).
Bienvenidas también las medidas de impulso del transporte público (aunque podemos debatir si es más prioritaria la gratuidad o la inversión para mejorar este transporte). En cambio, es inaceptable una medida como la reducción indiscriminada de los impuestos a los carburantes, que, además de muy poco efectiva para reducir los precios, da una señal económica en la mala dirección, puesto que lo que hace falta es reducir el uso de los combustibles fósiles. Además, se trata de una medida regresiva porque en términos generales los ricos van mucho más en coche que los pobres.
Por encima de todo está evitar que la crisis del gas impulse el uso del carbón. Es urgente perseverar en el cambio de rumbo hacia una economía más sostenible y no se tienen que dar pasos atrás volviendo al combustible más contaminante.
Tenemos que preguntarnos hasta qué punto estamos dispuestos a hacer renuncias para hacer frente a la potencial escasez de gas sin agravar la emergencia climática. Ahora la guerra lo ha trastocado todo en Europa, pero la radical reducción de emisiones de gases de efecto invernadero no será nunca un camino de rosas consistente en un simple cambio tecnológico sin costes. Una transición energética como la que necesitamos no es nada fácil y hay que cuestionarse también muchos aspectos de los estilos de vida de nuestras sociedades de la opulencia.
El covid-19 dio lugar en muchos países a decisiones políticas que pusieron (a pesar de que muy temporalmente) la preservación de la salud de la población por encima del mantenimiento de la actividad económica. ¿Puede el deseo de preservar la salud planetaria tener un efecto parecido? Es difícil, porque los efectos de las políticas de mitigación son totalmente globales y casi no se perciben en el muy corto plazo. Tampoco ayuda que las políticas económicas de la UE siguen ancladas (pese al Pacto Verde Europeo) en el objetivo del crecimiento económico. Pero el hecho de que nuestras acciones o inacciones en política climática tengan consecuencias sobre todo dentro de décadas, más que en los próximos meses, no hace que la cuestión sea menos urgente: vamos muy tarde y un retraso de las acciones lleva al desastre climático.