La intelectualización de la gamberrada

Manifestación por la libertad de Pablo Hasél al Paseo de Gràcia.
3 min

Como esto es un sainete, hoy plantearemos el artículo en tres escenas cómicas y un epílogo dramático. 

Escena primera. Pasó hace diez o doce años, cuando Manel Fuentes todavía era el conductor de El matí de Catalunya Ràdio. Con pocas horas de diferencia, en Mallorca habían muerto dos chicos ingleses precipitándose desde el balcón a la piscina del hotel. Como no era la primera vez, el tema ocupó unos minutos de la tertulia. Uno de mis compañeros se refirió a la carencia de expectativas de una generación que sabe que tendrá menos oportunidades que sus padres, etc. Incluso citó el ensayo de André Glucksmann sobre el componente nihilista de los hechos del once de septiembre de 2001, como un ejemplo de estado de ánimo emergente que tiene traducciones de todo tipo, y ninguno bueno. Al salir de la radio, tres de las personas presentes en el programa fuimos a tomar un café en un bar que está al lado de la emisora, en la calle Beethoven. Pregunté: "¿De verdad pensáis que estos chicos se han lanzado por el balcón debido a una angustia generacional relacionada con el nihilismo?" Con socarronería, la persona que se había referido al libro de Glucksmann respondió: "Han cometido esta estupidez porque se habían bebido todas las botellitas del minibar del hotel, evidentemente; pero nos pagan para que expliquemos las cosas de una manera más enrevesada, ¿no te parece?" El tono era irónico, por supuesto, pero su trasfondo no: un formato híbrido como la tertulia, a medio camino entre la información y el entretenimiento, lleva por inercia a añadir demasiada salsa a los caracoles, y cuanto más picante mejor. Creo que vale la pena tenerlo presente a la hora de contextualizar correctamente ciertas ocurrencias improvisadas de estos días, derivadas del a-ver-quién-la-dice-más-gorda. El lunes a primera hora oí que la gente que saqueó una tienda de ropa del Passeig de Gràcia de Barcelona lo hizo para denunciar las contradicciones del capitalismo. Guau. 

Escena segunda. Esto pasó en la primavera del año 1985, cuando el Barça de Terry Venables ganó la Liga. No soy aficionado al fútbol, pero un amigo de la facultad –entonces todavía estaba estudiando– me invitó a la celebración de Canaletes. Como no me sé ni el himno del Barça, todo aquel entusiasmo delirante me sorprendió. Iban llegando más y más personas que arrastraban al resto en dirección al puerto. De repente, a la altura de la calle Ferran, se empezó a oir en medio de la marabunta: "¡Butifarra sí, hamburguesa no!" Primero lo gritaba un grupo reducido de personas, pero al cabo de unos instantes todos los que estaban en aquel tramo de la Rambla repetían la extraña consigna con toda la fuerza de sus pulmones. Y así, sin más ni más, unos tipos asaltaron McDonald's y se llevaron lo que creyeron oportuno. El resto de personas –centenares, quizás miles– empezaron a aplaudir, contentísimos. Era físicamente imposible que la policía pudiera llegar hasta allí. Aquello que les amparaba, sin embargo, no era este hecho, sino el calor de la masa. La masa no es una suma de personas individuales; eso es un grupo. La masa se mueve y se conmueve con una lógica propia, y por eso acaba protagonizando acciones de este tipo. 

Escena tercera. Retrocedemos todavía más, hasta otoño de 1978. Un servidor cursaba entonces primero de BUP en el Instituto Ramón J. Sender de Fraga, en la Franja de Ponente. Un grupo de profesores no numerarios organizaron una protesta en Huesca para defender sus intereses corporativos. “Mañana no tendréis clase, y el autocar es gratis”. En Huesca falta gente, pues. Al llegar a la ciudad aragonesa, vimos que otros institutos habían hecho el mismo. No sé en qué edificio oficial desembocó la manifestación, pero sí que recuerdo el apellido del increpado. Se llamaba Rosales. El tono iba subiendo, y todos acabamos insultando y amenazando a aquel tipo que no habíamos visto nunca. Teníamos 14 años. Si nos hubieran propuesto aclamar al tal Rosales también lo habríamos hecho. Ni a mí ni a mis compañeros se nos pasó por la cabeza que nos estuvieran manipulando de una manera miserable. Simplemente, aquello era divertido y no había que ir a clase de mates. Punto. Al cabo de 43 años uno se da cuenta y se lleva las manos a la cabeza. A otros les parece normal, sin embargo: he aquí el problema. 

Epílogo. Hoy, la construcción del personaje Pablo Hasél se asemeja peligrosamente a la transformación del sociópata chileno Rodrigo Lanza en un tipo de héroe del pueblo, gracias a aquel truculento documental llamado Ciutat morta, que tanto éxito tuvo entre los biempensantes. El paralelismo estremece, sobre todo teniendo en cuenta que ya sabemos como acaba. 

Ferran Sáez Mateu es filósofo

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