Contenedores en el Puerto de Barcelona.
25/06/2024
3 min

Vivimos un período de gran convulsión política. Veremos qué ocurre en Francia y Estados Unidos en las próximas elecciones, pero las alternativas extremistas van ganando terreno. La inquietud del electorado tiene diversas raíces, pero un factor común es la inseguridad que provocan el cambio tecnológico, el riesgo climático o la presión del mundo emergente sobre el nivel de vida de las economías desarrolladas.

Ante este malestar social la respuesta política que domina la escena internacional es, por desgracia, profundamente errónea. Recuerda, desgraciadamente, la reacción a la Gran Depresión de 1929. En aquellos años el proteccionismo, iniciado en Estados Unidos con la ley de aranceles Smoot-Hawley, se extendió a todo el mundo, agravando y prolongando los efectos recesivos de la crisis financiera. Es bien conocido el impacto que estos fenómenos tuvieron en la violencia política previa a la Segunda Guerra Mundial.

En el siglo XXI, la escalada iliberal también se inicia en Estados Unidos, con las políticas de aranceles del presidente Trump hacia China y la Unión Europea. Son políticas aislacionistas, que rechazan los organismos multilaterales que Estados Unidos impulsó en 1944 en Bretton Woods. El marco de relaciones internacionales que se estableció entonces era liberal. Estaba dominado, cierto, por las potencias occidentales, pero era un orden mundial abierto, que reconocía el potencial de progreso de una economía internacional con intercambios comerciales y flujos de inversión extranjera cada vez más libres. A lo largo de varias décadas, han sido muchos los países que han dejado atrás la pobreza gracias a ese orden liberal que ahora está en riesgo. Los protagonistas más recientes son, cómo no, China y varios países asiáticos. Han crecido de forma espectacular, al tiempo que Occidente gozaba del acceso a productos manufacturados a precios muy competitivos.

El orden internacional liberal se rompe esencialmente por dos motivos. En primer lugar, porque las dificultades de los trabajadores poco cualificados para mantener sus niveles de retribución o los puestos de trabajo han sido aprovechadas por políticos populistas como Trump, que han echado las culpas a la competencia de China, el enemigo exterior que es un chivo expiatorio útil. Cierto es que las políticas comerciales de China son oscuras y pueden haber violado los acuerdos internacionales. Sin embargo, los estudios empíricos muestran que los problemas de los trabajadores de baja calificación en los países avanzados son en gran medida el resultado de los cambios tecnológicos y no de la globalización. Políticos como Trump estimulan el rencor hacia los extranjeros para esconder su fracaso en las políticas de formación que deberían permitir a los trabajadores adaptarse a las nuevas tecnologías.

La segunda causa es que los países emergentes representan ya parte significativa de la economía mundial, pero Occidente no les ha otorgado el peso político que les correspondería en la gobernanza de la economía mundial. Esta actitud egoísta ha sido una estrategia pésima para defender el orden liberal internacional, al erosionar su legitimidad política. Es, por tanto, muy difícil que la rivalidad tecnológica y geoestratégica entre Estados Unidos y China se canalice mediante los organismos internacionales y el mundo está inmerso en una guerra arancelaria extraordinariamente peligrosa. El proteccionismo de Trump ha continuado con los enormes subsidios y las grandes subidas de aranceles impulsadas por el presidente Biden.

La Unión Europea está tratando de moderar esta involución proteccionista, pero no tiene el peso global que debería, ni la cohesión interna suficiente para encabezar una estrategia sólida de defensa del orden internacional liberal. De hecho, en la propia Europa son muchos los políticos y ciudadanos tentados por las políticas de autosuficiencia.

Es, pues, una situación preocupante, porque el mundo no necesita un momento Smoot-Hawley, sino un nuevo momento Bretton Woods: un esfuerzo de conjunto, multilateral, para afrontar los problemas compartidos por todas las naciones del planeta. Un impulso que restablezca el multilateralismo. Es decir, unas normas internacionales que permitan competir en un terreno de juego equilibrado, con árbitros independientes, y que a su vez hacen más fácil la colaboración en otros ámbitos, como el cambio climático, en los que el entendimiento entre las potencias es extremadamente urgente. Si en los próximos meses confirman el abandono del orden liberal internacional, seguro que pronto nos arrepentiremos.

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