Pablo Casado y el esperpento sociolingüístico

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Imagen de archivo de Pablo Casado en un acto de campaña en Palma

No era difícil de prever que la presencia de Pablo Casado en el acto de conclusión del 16º congreso del PP en las islas Baleares dejaría algunos titulares jugosos. El discurso de Casado mezcló provocación y condescendencia, al afirmar con vehemencia que en las islas no hablamos catalán, que no somos el apéndice de nadie, que naturalmente tampoco formamos parte de esta forma de idiosincrasia o de hermandad cultural que se engloba bajo el concepto etéreo de Països Catalans. Lo más divertido de todo es el argumento que Casado empleó para evidenciar la locura y la absurdidad inherentes a esta concepción, y es que el líder del PP nacional apeló a la complicidad del público asistente con una sarta de preguntas tan retóricas cómo incontestables: "¿Es que no han visitado estos pueblos?", preguntó; "¿Es que no han visto estas piedras?", "¿Es que quizás no han oído esta lengua?" 

Las alusiones a nuestros pueblos y piedras, así como la referencia a una lengua extraña, ignota, fragmentada por islas y en ningún caso identificable con el catalán, tienen un no se qué de evocación cavernícola, rupestre, paleolítica: las Baleares como territorio outsider; unas islas de piedra y polvo, de autóctonos entrañables y simpáticos indígenas que se expresan de una manera tan exótica que no puede adherirse a ninguna otra entidad lingüística, menos todavía a la de lengua catalana. Casado, como ya hacía José Ramón Bauzá los días en los que se ponía sociolingüístico, volvió a reivindicar una división de lenguas arbitraria, casi intuitiva; una categorización lingüística hecha de oído, como aquel que dice. Para entendernos, Casado expresó una idea que sería rotundamente insultante en cualquier territorio castellanoparlante, y es que, con la dosis de arrogancia que normalmente se necesitan para compensar la falta de pudor, el líder popular quiso presentar la singularidad dialectal isleña —tan llena de peculiaridades y de rasgos diferenciales que no solo varían según la isla, sino incluso por pueblos y regiones— como la prueba irrefutable que estas variedades no pueden integrarse dentro del corpus más grande y complejo de la lengua catalana: una sentencia que de ninguna forma se habría atrevido a extrapolar en un pueblo de Andalucía, de Castilla y León o de Asturias en el cual los habitantes hablaran un castellano muy particular y diferente del otras comunidades.

El dogmatismo y el sectarismo son causa y efecto de muchas formas de intolerancia; de alguna manera, son también el producto que se obtiene cuando los prejuicios y la ignorancia se confabulan con el temor tóxico a lo que es desconocido, complejo, incluso inabarcable. Los sermones son una tónica habitual de nuestro tiempo, pero el hecho de que alguien que no conoce una lengua ose sermonear a sus hablantes y darles lecciones de sociolingüística desde el paternalismo más cutre —"Hazme caso a mí, que no te engañen, tú eres esto y yo lo sé, es así, ¿o que quizás no lo ves?"— evidencia una falta de vergüenza solo equiparable a la carencia de humildad. De hecho, la misma Marga Prohens —actual líder del PP balear, a quien Casado apoyaba— hizo el posible por apartar el foco de esta cuestión tan polémica hace un par de días, cuando quiso matizar las palabras de Casado sobre la lengua de las Baleares. Y como la manera más sencilla de desviar la atención de un tema polémico es enfatizar otro, Prohens rebajó la contundencia del líder de su partido sobre la cuestión lingüística y se reafirmó en la indignación que ambos comparten hacia la noción —de base histórica, emocional y cultural, pero sin una plasmación efectiva a nivel político, institucional o territorial, por ahora— de Països Catalans. 

La insistencia farragosa con que algunos partidos políticos necesitan desactivar algunos —solo algunos— sentimientos nacionalistas, culturales o de cualquier otro tipo, como si tuvieran la autoridad de acceder descaradamente a los vínculos emocionales más íntimos y personales de las personas, constituye un tipo de intromisión que va más allá del rechazo hacia aquel sentimiento —un rechazo que podría experimentar alguien hacia un patriotismo español, americano o francés, también, si no valora las connotaciones o implicaciones—, porque, no satisfechos con el desprecio de estos afectos, van un paso más allá y los convierten en un despropósito ridículo que hay que corregir; en una exaltación esperpéntica y colectiva que tienen que reconducir los poseedores de la razón y de la verdad. La gran pregunta, al final, es si aquello que nutre polémicas como la de Casado es realmente la ignorancia. O si por el contrario, también hay mala leche.

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