No concibo la rutina diaria sin dedicar como mínimo media hora al día a leer el diario. La mayoría de las personas invierten mucho más tiempo en las redes sociales. La democratización de la información (todo el mundo puede ser emisor y todos somos receptores) ha ido en paralelo al declive de la lectura de los medios reglados, aquellos que en principio dan noticias contrastadas. A pesar de que, claro, hace tiempo que cuesta discernir donde está la información honesta y fiable. Una manera fácil de discernir el grano serio de la paja informativa populista es, en el caso de los medios escritos, tener claro que nada es gratis. Si tú no te tienes que rascar la tarjeta Visa para leer una noticia, quiere decir que alguien paga la fiesta (des)informativa y está interesado en hacer que accedas a ella. Como mínimo entérate de quién te está vendiendo la moto. Y desconfía.
Este verano he tropezado con conocidos y saludados que me comentaban la actualidad a partir de un conocimiento superficial de la actualidad. Tocaban de oído vía Facebook, WhatsApp, YouTube, Instagram, Twitter... Es decir, se habían paseado por las redes y repetían lugares comunes pasados por su filtro personal más o menos ingenioso. Se recreaban en la ola del momento, la broma o el titular fáciles. Poca cosa más. Como tengo una cierta aversión al conflicto y, además, durante las vacaciones trato de relajar mi implicación periodística, he optado por desistir de debatir con estos altavoces involuntarios de la distorsión. Prefiero dedicar el tiempo a informarme mejor que a intentar rebatir la desinformación de los otros, cosa pesada y desagradecida. Puede sonar a altivo y elitista complejo de superioridad típico de periodista. Quizás sí. Pero es así como lo vivo.
Naturalmente, todo el mundo tiene derecho a vivir, informarse o desinformarse como quiera. También a restar al margen de los asuntos colectivos. El problema, hoy en día, es que las redes sociales hacen casi imposible no estar al día o no creerse que se está. Antes era fácil: no mirabas los telediarios ni leías diarios de papel. Hoy tanto las noticias como todavía más las opiniones –a menudo unas y otras mezcladas– corren libres y alegres por el universo digital convertido en una segunda piel. Penetran en todos los corazones y cerebros. Los algoritmos son unos fabulosos cazadores de atención que nos colocan aquello que queremos sentir “sin que se noto el cuidado”. Por un lado, es casi imposible aislarte en el propio mundo y, por el otro, la inteligencia artificial nos diseña un mundo a medida de nuestros prejuicios, reduciendo a la mínima expresión el pensamiento y la autocrítica , ya de por si bastante escasos.
La globalización también es esto: un ágora universal que se infiltra en todas las casas y todos los rincones, una lluvia fina en la que intimidad y vida pública se mezclan sin solución de continuidad. Ahora te enteras de que una amiga de infancia ha muerto y un segundo después te llega un meme sobre la Diada o el vídeo de una granizada. Este embrollo sin jerarquías ni garantías es el que nos va calando minuto a minuto, día a día. Es lo mismo que pasa con el trabajo y la vida privada, cada vez más mezcladas. Todo gobernado desde fuera. Alguien elige por nosotros a partir de un retrato robot de nosotros. Y esto nos va conformando.
Se hace más necesario que nunca pararse a pensar y organizarse. Como dice el Eclesiastés, hay un tiempo para cada cosa, para querer y para morir, para buscar y para perder. El caso es que los humanos del siglo XXI buscamos poco y perdemos mucho el tiempo. Nos dejamos llevar por el espejismo de la comunicación sin darnos cuenta de que estamos empachados de datos, hechos y opiniones indigeribles, mal cocinadas, a veces vomitivas. La indigestión informativa es sensacional. Lo llaman infoxicación. Y es tan letal como el cambio climático y el auge de la ultraderecha.
De todo esto también se resiente el independentismo. Que tengáis una buena Diada.