Cuando felicito a alguien por su cumpleaños y responde "en tu vida!" o "¡en vuestra vida!" siento un pequeño escalofrío de satisfacción, un pequeño calor. Satisfacción y nostalgia y confort y alegría. Vea si es fácil hacerme feliz con una expresión tan breve. Todo esto me pasa porque mi padre lleva tantos años muerto que ha quedado cosificado en mi memoria en una colección de pequeños gestos, de palabras sencillas pero que se están perdiendo, como esta respuesta: "en tu vida", que significa tantas cosas. Quiere decir que los años que cumples y los que te quedan por delante quieres vivirlos acompañado de aquella persona que te felicita.
Siento una emoción similar si alguien se acuerda de decirme "felices vísperas" el día antes de mi cumpleaños –una costumbre sagrada en mi casa cuando era pequeña–. O si, cuando alguien se pregunta "¿qué debemos hacer?", otro responde "vender la casa e ir a alquiler".
Cualquier lengua dispone de esta fraseología popular que la hace única y que nos transmite un legado indispensable para construirnos y para sabernos conectados a una cultura ya una tradición. Me imagino que, en este mundo globalizado, la mayoría de idiomas van perdiendo estas frases hechas, que son sustituidas por otras simples y elementales, con vocación universal. Suelen ser expresiones breves, desnudas y frías, precisamente para que todo el mundo pueda adoptarlas. Todos, especialmente los más jóvenes, nos vemos tentados a incorporar este tipo de comodín que nos ahorra pensar y nos hace sentir cerca de hablantes de otros lugares.
Pero, ¿dónde van a parar las expresiones genuinas que perdemos –ahora mismo a una velocidad de vértigo–? Me las imagino llenando un baúl de proporciones gigantescas. Un bulto lleno de frases inservibles que, cuando esté lleno, alguien cerrará con llave y lo tirará al fondo del mar.
Quizás este lamento haga reír o irritará a alguien. Quizás me digan que soy una llorona. Pero nadie me quitará de la cabeza que, en realidad, nos dediquemos a llenar cofres con tesoros de valor incalculable para acabar deshaciéndonoslos por pura desidia.
No sé si, a título personal, podemos hacer gran cosa. Pero quizás sí: poco a poco se llena el fregadero, y de más verdes maduran. No se trata de hacer volar palomas, pero me cuesta resignarme al que día pasa año empuja y abajo que baja.
Si no ponemos remedio, esto va de mal borrar, vamos por el camino del pedregal. Sólo se trataría de mirarnos un poco al hablar. De hacer memoria y recuperar aquella expresión que nos baila por la cabeza porque la decía el abuelo: es de mírame y no me toques, atar cabezas, entre poco y demasiado, es tarde y quiere llover, hacer bondad, saco y peras, piernas, ayúdame, hacer un pensamiento. Son frases comprensibles y sencillas y las hay para elegir y remover. Que cada uno coja las que le resulten más familiares y le provoquen ese escalofrío agradable que le decía al principio.
Quizá alguien ponga cara de extrañeza o le dirá que sois antiguos (porque ya no se le ocurrirá llamar ramilletes). Pero, como diría mi abuela María: ¡eso, rai!