Todavía no está abierto y suscita preguntas. “¿Cómo es que han puesto mujeres?”, le suelen preguntar, con sorpresa, quienes entran por primera vez. Y, con paciencia, Palmira Saladié les responde, una y otra vez, lo que debería ser una obviedad: porque somos la mitad de la población. ¿Por qué no deberíamos estar ahí? "Nadie pregunta nunca a los museos por qué todas las representaciones de humanos que hay realizando una acción son hombres", cuestiona esta arqueóloga e investigadora del Instituto Catalán de Paleoecología y Evolución Social (IPHES).
Saladié codirige el yacimiento arqueológico del Barranco de la Boella, situado en La Canonja, en el Camp de Tarragona, un enclave excepcional que ha permitido documentar restos de ocupación humana de un millón de años de antigüedad. A principios de 2025 está previsto que abra las puertas el centro de interpretación de las excavaciones, el flamante nuevo espacio Mammuthus, y allí está representado elHomo antecesor, un pariente extinto de los humanos modernos y el homínido más antiguo de Europa. De forma totalmente -e incomprensiblemente- inusual, han optado por mostrar a una mujer y dos niñas que se alejan de un grupo mayor. Y son estas tres figuras femeninas el motivo, ya, de estupefacción.
"Siempre se ha presupuesto que los restos que se encontraban eran hombres o hechos por el género masculino", apunta Saladié, que pone como ejemplo el hallazgo del Chico de la Gran Dolina, uno de los fósiles más famosos de Europa. En 1994 se descubrieron unos restos humanos de 800.000 años de antigüedad en la sierra de Atapuerca, en el yacimiento precisamente de la Gran Dolina, que permitieron definir una nueva especie, H. antecesor.
Pertenecían a dos individuos que los estudios permitieron identificar que eran adolescentes. Y nada más. “Aunque no se podía saber si eran chico o chica, rápidamente se dio por hecho que eran chicos, por lo que durante treinta años nos hemos referido a uno de ellos como el Chico de la Gran Dolina”, explica la arqueóloga, que coordina precisamente estas excavaciones paleoarqueológicas en Atapuerca.
Sin embargo, el análisis del esmalte dental de los fósiles llevado a cabo por la investigadora Cecilia García-Campos, del Centro Nacional de Investigación de la Evolución Humana (CENIEH), reveló hace sólo tres años que el chico era, en realidad, una niña de entre 9 y 11 años. “Tradicionalmente [en la interpretación de los restos fósiles] se ha realizado una lectura sesgada y se han atribuido sistemáticamente los restos al género masculino”, comenta.
Wilma, ¡abre la puerta!
La popular serie de dibujos animados de televisión Los Picapiedra , ambientada supuestamente a la edad de piedra, contribuyó a acabar de instaurar una visión completamente errónea de la prehistoria. En la serie se presentaban dos familias donde las mujeres, espléndidas, se quedaban en casa cuidando a los niños y ellos iban al trabajo, aunque no hay ninguna prueba científica que sustente que hubiera división de trabajos durante los dos millones de años. años de evolución del género Homo hasta la aparición de la agricultura.
“Mostraban una sociedad prehistórica que, en realidad, era un reflejo de lo que se quería fomentar en la sociedad estadounidense de posguerra de los años 50”, señala Marina Lozano, investigadora del IPHES. “Durante la Segunda Guerra Mundial las mujeres habían tenido que ir a trabajar a las fábricas porque los hombres estaban en la guerra y cuando se acabó y volvieron, ellos querían recuperar sus puestos de trabajo. Los Picapiedra revalorizaban que lo que tenían que hacer las mujeres era estar en casa”, añade.
Y no sólo los restos, sino que las principales acciones para la supervivencia y la evolución de un grupo, aquellas que también se han considerado que nos hicieron de algún modo humanos, como cazar, hacer arte, guerrear, fabricar tecnología o desarrollar el lenguaje, también se han asociado a los hombres. A las mujeres, en cambio, se les ha otorgado un papel pasivo, secundario, relegadas al interior de las cuevas encargándose de "tareas menores", como el cuidado de las criaturas o enfermos, o la recolección de frutos.
"Hay que cambiar esta imagen porque no es real", reivindica Saladié, que se queja de que se ha transmitido una idea de las mujeres como "incapacitadas para sobrevivir por nosotros mismas". “Esta es la falsedad principal en este relato, no hay ninguna especie en la naturaleza que pueda permitirse esta debilidad. Es una auténtica estupidez”, afirma contundente: “No tiene sentido seguir dibujando una sociedad en la que hay dos grupos separados por género que realizan tareas diferentes, porque esto no habría sido sostenible. [Hasta el surgimiento de la agricultura] Todos los miembros del grupo contribuían al grupo, cooperaban, se coordinaban y asumían las mismas tareas”.
El estudio de la prehistoria comenzó en el siglo XIX y los pioneros fueron hombres que interpretaron los restos fósiles que se iban descubriendo en base a los roles de género que imperaban en la sociedad en ese momento. Además, se centraron en estudiar lo que ellos consideraban importante, esencial: la caza. En este sentido, la publicación del libro Man, the Hunter, en 1966, reforzó la idea. El manuscrito, que recogía las principales conclusiones de un simposio organizado por dos antropólogos, Richard Lee e Irven DeVore, defendía que la caza fue fundamental para la supervivencia del ser humano, idea que se ha perpetuado en libros de texto, museos, divulgación científica, películas (quien no recuerda a Raquel Welch en Hace un millón de años?) y el imaginario popular hasta la actualidad.
Esta concepción sesgada de la prehistoria no empezó a cuestionarse hasta los años 70 del siglo pasado, primero en Estados Unidos, después en Reino Unido y, finalmente, llegó a España en los años 80 de la mano de un grupo de antropólogas feministas que empezaron una revisión de hallazgos científicos con los que hicieron tambalear muchas de las asunciones sobre hombres y mujeres prehistóricos.
Marina Lozano, investigadora del IPHES, profesora de la Universidad Rovira i Virgili (URV) y miembro del equipo de Atapuerca, pone como ejemplo un estudio sobre las diferencias entre las tareas de hombres y mujeres en algunas sociedades pretéritas. “Sí que vieron que ellas recolectaban y que ellos cazaban, pero con una diferencia muy importante y es que en esas sociedades cerca del 70% de la alimentación procedía de productos vegetales. Por tanto, el trabajo de las mujeres era capital”.
A ese estudio siguieron otros que, poco a poco, han contribuido a ir cambiando la óptica de la división del trabajo y, sobre todo, a poner en valor el trabajo de las mujeres. “No debería sorprendernos, porque si imaginamos a un grupo pequeño de humanos conviviendo, es lógico que todo el mundo tenga que hacer las tareas necesarias para que el grupo sobreviva y eso es encontrar comida, pero también cuidar de los niños. Y es probable que todo el grupo contribuyera a ello”, añade Saladié.
En noviembre del 2020 se descubrieron en el yacimiento de Wilamaya Patjxa, en los Andes de Perú, los restos de una mujer que había sido enterrada con un equipo de caza mayor. Tenía unos 9.000 años de antigüedad y el hallazgo dio la vuelta al mundo porque daba la vuelta a todas las teorías vigentes hasta el momento, según las cuales los hombres eran los únicos que cazaban. Aquello hizo que se revisaran sepulturas y que empezara a verse que el 30% de las tumbas que integraban ese tipo de armas de caza pertenecían a mujeres que eran enterradas con el ajuar propio de los cazadores.
Es más, cada vez hay más pruebas arqueológicas, etnográficas, anatómicas y fisiológicas que demuestran que todo el grupo participaba en la caza, independientemente del sexo. Algunas investigaciones realizadas sobre los esqueletos femeninos y masculinos han mostrado que las mujeres tenían una musculatura comparable a la de atletas, en concreto, a remadores. Y está claro que esto no se consigue estando quietas en la cueva.
También desde la antropología biológica se ha visto cómo los estrógenos, unas hormonas abundantes en las mujeres, podían conferirles más capacidad para hacer ejercicio durante períodos más largos sin extenuarse, lo que probablemente las preparaba mejor que sus compañeros hombres para perseguir a un mamut lanudo durante horas.
“El sistema de cacería implicaba, sin duda, a todo el grupo”, defiende Lozano. Unos llevaban a los animales hacia determinados lugares, donde quizás caían y se mataban o quedaban malheridos y los remataban, como han visto que ocurrió en Atapuerca. Otros descuartizaban la presa, le quitaban la piel, procesaban su carne. “Hemos documentado marcas en los dientes fósiles que hemos encontrado y no hay diferencia por sexos. Hombres y mujeres las utilizaban para trabajar la piel, fibras vegetales, tendones, como si fueran una tercera mano”, explica la investigadora.
Y no sólo eso, sino que se empiezan a revisar los restos encontrados en muchos yacimientos y se ve que también cazaban animales más pequeños, que al fin y al cabo la base de la alimentación, porque ir a cazar un mamut era bastante excepcional, y que se encargaban las mujeres y los niños.
Si en los grupos todos los miembros participaban en las actividades necesarias para garantizar la supervivencia, las mujeres tomaron también parte en conflictos violentos. Se ha podido documentar en numerosos entierros, por ejemplo de neandertales, nuestros primos evolutivos, que vivieron hace entre 250.000 y 40.000 años en pequeños grupos nómadas: los restos fósiles muestran que hombres y mujeres experimentaban los mismos traumatismos en los huesos, ya fueran debidos a caza o enfrentamientos con otros grupos. Y en tumbas de la edad del bronce, que datan de hace 3.500 años, en Europa Central, se han encontrado mujeres con heridas violentas, flechas clavadas y traumatismos craneales.
La catedrática de prehistoria de la Universidad de Granada Marga Sánchez Romero afirma que “está claro que las mujeres cazaban y guerreaban”. En su libro, Prehistorias de mujeres, así como en sus clases, charlas y conferencias, desmonta sistemáticamente y con datos científicos uno a uno todos los tópicos que rodean este período de la biografía humana.
Uno de los más habituales tiene que ver con el pensamiento abstracto y simbólico. “A menudo utilizo una ilustración de Arturo Asensio donde se ve a una mujer que, con una criatura en brazos y acompañada por una niña que sostiene una lámpara, pinta un bisonte en la cueva de Altamira. Y cada vez alguien me acaba preguntando: '¿Y cómo sabe que pintaban las mujeres?' Mi respuesta siempre es la misma: '¿Y cómo puede asegurar usted que sólo pintaban los hombres?'" No existe ningún dato científico que avale la idea de que las pinturas rupestres las hicieron sólo hombres. Es más, se están encontrando en los registros arqueológicos huellas dactilares y de manos femeninas que demuestran lo que debería ser obvio: que el arte rupestre no estaba vinculado sólo a un sexo.
"Las mujeres no son más importantes para que hagan las mismas cosas que los hombres", apunta Sánchez Romero. Para esta arqueóloga, miembro de la red PastWomen -Mujeres del Passat, que integra investigadoras que trabajan desde hace años para reconstruir una arqueología que incluya la perspectiva de género-, “el quid de la cuestión es que han hecho tareas que no se han valorado socialmente, como todas las que tienen que ver con el mantenimiento de la familia, como cuidar, parir, amamantar, alimentar, sanar, que son básicas para cualquier sociedad. ¿Por qué y quién ha decidido que no tenían importancia las cosas que las mujeres hacían?”, cuestiona.
La maternidad, otro mito desmontado
Uno de los argumentos que suelen alegarse para justificar que las mujeres no podían tener un papel más activo en el grupo es que a menudo estaban embarazadas o cuidaban de sus hijos. Lo cierto es que los estudios del carbono, el estroncio y el calcio en los huesos sugiere que amamantaban a los hijos hasta los 4 años, una práctica que reduce la fertilidad. Contando que solían tener la primera criatura a los 14 años, que la esperanza de vida era de unos 30 y que entre niños había un espacio entre 3 y 4 años, las mujeres prehistóricas tenían como máximo 5 o 6 hijos.