MadridDicen que ante un desafío o una experiencia intensa se produce una inevitable transformación, por ejemplo, cuando muere alguien muy cercano. eventos gozosos como hacer un viaje, emprender un cambio de rumbo o conocer a una persona que te inspira y te hace ver el mundo desde una nueva perspectiva. Y es curioso, porque eso que damos por supuesto, el cambio como parte inseparable de la vida, se nos atraganta cuando llegan los hijos o hijas.
Nos llega desde fuera a través de frases que se clavan como púas. "Cómo has cambiado." "Qué cambiada que estás." "No eres la misma." "Aún no has recuperado la figura." Pero también nos llega desde dentro mediante todo lo que nosotros mismos nos exigimos. "Tengo que hacer." "Tengo que ser." "Tengo que volver a ser la de antes." No permitimos que el cambio ineludible que llega al cuerpo y la mente de una madre se haga visible. Luchamos contra la destrucción de lo que fuimos. Y esto no es inocuo. Lo escribió la argentina Paula Vázquez en La librería y la diosa (Lumen): "Un hijo ocupa y destruye lo que somos. No el empleo sino la resistencia a ese empleo, a esta necesaria transformación, es lo que puede acabar en locura".
Ignoramos que la maternidad es una etapa de profundas adaptaciones, en la que el cuerpo y la mente se reorganizan para acoger una nueva vida. Los cambios comienzan en la misma concepción y se alargan en el tiempo, quizás toda la vida. Ya nos lo dice la neurocientífica Susanna Carmona y su equipo de Neuromaternal: "El embarazo y la maternidad nos cambia, no sólo a nivel logístico, sino de forma más profunda y duradera". ¿Cuántos problemas de salud mental podrían prevenirse tan sólo comprendiendo esto?
Cambios hormonales
Las mujeres pasamos por un embarazo, un parto y un posparto. En muchos casos, una lactancia. Bailamos a merced de los cambios hormonales. Sostenemos el cansancio, la soledad, la culpa y nuestros propios fantasmas de niñez. Chocamos una y otra vez contra un sistema que no conoce la pausa. La parada. Y, sin embargo, la consigna es clara: que no se note que no eres la misma. Tampoco tenemos ningún derecho a resguardo. Las migajas de 16 semanas, si con suerte tienes un trabajo normalizado, es todo lo que el estado del bienestar te puede ofrecer. Como si en cuatro meses fuera posible comprender la magnitud de esa transformación. Como si fuera suficiente para encontrar un nuevo equilibrio entre lo que eras y lo que aprendes a ser. No se habla del luto por la identidad que desaparece, de la incertidumbre que deja el cuerpo que ya no reconoces como tuyo, de los cambios en tus prioridades, necesidades, gustos, horizontes.
Es en esa metamorfosis silenciosa que nacen las frustraciones y los miedos más profundos. El agotamiento más atroz. No nos permite habitar el caos que trae consigo la maternidad. Se nos exige ser las que éramos, ignorando que quizás lo que fuimos ya no nos sirve. No existe espacio para el error, no hay tiempo para el proceso. Somos las que sobreviven a la destrucción y la creación.
Quizás el verdadero desafío es rendirse al cambio, aceptar que, como la tierra después de una tormenta, no volveremos a ser las mismas. Reclamarlo así. Hacerlo visible. Pensar que, lejos de ser una pérdida, es la prueba de que seguimos vivas.