Eduardo Halfon: "Ver a mi hijo fue como ver a un bebé cualquiera"
Escritor, ingeniero y padre de Leo, de 7 años y medio. Viven en Berlín. Publica 'Tarántula' (Libros del Asteroide), una novela que explora la infancia del autor en Guatemala. En la novela anterior, 'Un hijo cualquiera' (Libros del Asteroide), narraba momentos de su vida a un hijo pequeño
BarcelonaCuando nació mi hijo, sentí una profunda sensación de extrañeza. Yo esperaba un enamoramiento. Esperaba que me fulminara el cariño. Esperaba sentirme inundado por el amor, y no fue así. No lo fue en modo alguno. Fue como ver a un bebé cualquiera. Vi a mi hijo y fue como ver al hijo de cualquier otro.
¿Y cómo le hizo sentir esto?
— Recuerdo claramente que quedé abrumado y sorprendido por esa sensación. Me sentí incluso culpable. He hablado con algunos amigos y ellos no sintieron lo mismo que yo. Ellos sí sintieron un amor fulminante, espontáneo, inmediato y rotundo a su hijo. Pero otros amigos también me han confesado que necesitaron tiempo para irse enamorando de su hijo o hija. Así me ocurrió a mí. Fue un proceso de enamoramiento.
Las mujeres son madres lentamente. Los hombres somos padres repentinamente.
— Para un hombre tener un hijo es un proceso muy distinto al de una mujer. Ciertamente, como apuntas, una mujer lleva un ser humano dentro de nueve meses y, por tanto, entre ambos hay una conexión física muy poderosa, un cuerpo a cuerpo. Pero un hombre no siente esa conexión. Claro que tú ves el embarazo y lo vives como un acompañante, como un cómplice, como un socio, como una pareja, pero realmente un hombre no acaba de vivir del todo un embarazo. Quien lo vive verdaderamente es ella.
¿Cuántos años tenía cuando fue padre?
— Fui padre tarde. Tenía 45 años. Y no sólo era tarde, sino que también fue una sorpresa. Yo no quería ningún hijo. No quería ser padre y, de repente, me vi ante esa situación terrorífica.
¿Terrorífica?
— Sí, digo que era una situación terrorífica porque sabía perfectamente que todo iba a cambiar. Todo cambiaría, quisiera o no. Cambiaría mi vida como hombre y cambiaría mi vida en pareja. Sobre todo estaba a punto de cambiar mi forma de trabajar, mi forma de escribir, mi rutina. El silencio cambiaría. Se perdería el silencio de casa. Fue duro. Todo cambió repentinamente y me costó mucho adaptarme a una nueva rutina, a una nueva forma de vida. Me costó acostumbrarme a tener un bebé en casa.
¿Las cosas fueron mejorando?
— Los dos primeros años fueron una experiencia difícil, hasta que, poco a poco, mi hijo fue saliendo de casa, acudió a la guardería y después a la escuela. Y poco a poco fui recuperando la capacidad de concentración y mi espacio. Recuperé las horas de lectura que había perdido. Ser padre fue una adaptación, y ahora que ya tiene siete años y medio sigo en este proceso pero lo vivo mejor. Ser padre ha sido un cambio profundo, más allá de la rutina diaria y de cómo escribo. La paternidad ha sido un cambio en cómo veo el mundo y cómo me veo a mí mismo. Ahora soy el hijo que también es padre.
Hábleme más de este cambio.
— Al ser padre cambia también la forma en que ves y sientes la muerte. El hecho de tener un hijo es como tener en tus manos tu propia mortalidad. Lo estás viendo. Estás viendo ante ti la constatación del paso del tiempo. Antes de ser padre, percibía el tiempo más como una cuestión teórica, un tema que de vez en cuando me hacía pensar. Pero ahora es algo constatable. Veo cómo el tiempo pasa porque mi hijo cambia día a día. Y ese cambio no es otra cosa que un reflejo de mi mortalidad. Ser padre cambió la forma en que me enfrento, día a día, a mi propia muerte.
Usted nació en Guatemala, pero tiene un abuelo riojano, otro del Líbano, una abuela de Egipto...
Mi hijo es heredero de todas las tradiciones familiares. Forma parte de una familia de nómadas. Todos mis abuelos, los cuatro, salieron de sus países natales, dieron vueltas por el mundo y, por distintos motivos, terminaron en Guatemala. Yo también he vivido siempre una vida de extranjero. Mi hijo nació en Nebraska, después vivió en París, en el sur de Francia y ahora vivimos en Berlín. Por tanto, lo estoy educando en una misma tradición nómada, una tradición de desarraigo. Mi hijo no tiene la sensación de tener casa porque todas ellas han sido temporales, pero ya habla cuatro idiomas. Es un niño desterrado. Éste es el destino que le ha tocado.