Ensayo

La muerte de la información: una tormenta perfecta en la que la verdad sale perdiendo

El físico y biólogo Ricard Solé reflexiona sobre los procesos mediante los cuales se crea y destruye la información en este artículo publicado en el último número de 'La Maleta de Portbou'

La muerte de la información
Ricard Solé / La Maleta de Portbou
20/09/2024
11 min
"La única muerte que me preocupa es la de la memoria", Neus Català

Aunque llegar a la Luna fue sin duda toda una demostración del poder de la ciencia y la tecnología, mi ejemplo preferido tiene que ver con un momento único de cooperación internacional que permitió la eliminación de uno de los agentes infecciosos más devastadores de la historia humana. Un agente que no fue visible hasta la invención del microscopio electrónico, aunque sus efectos eran bien conocidos desde la antigüedad. Se estima que el virus de la viruela exterminó a 500 millones de personas (alrededor de 300 millones en el siglo XX). La decisión de la comunidad internacional (y, por una vez, un acuerdo entre Estados Unidos y la Unión Soviética) logró su objetivo en 1979 siguiendo un plan de vacunación que llegó a todos los rincones del planeta. La viruela, que contribuyó al declive de civilizaciones, fue erradicada de la biosfera. Nadie volvería a sufrir sus terribles efectos, y se espera que se logre el mismo objetivo con el virus de la polio en los próximos años.

La posibilidad de eliminar un virus a escala global dejó de ser una conjetura y se convirtió en una realidad gracias al trabajo pionero de muchos científicos y médicos que buscaron remedios para enfermedades cuyos orígenes solían ser motivo de especulación y conjeturas a menudo alocadas. Comprender la naturaleza de los patógenos y el desarrollo de las enfermedades infecciosas, a menudo a expensas de sus vidas. El éxito de la medicina moderna en este ámbito es indiscutible, y se revalidó durante la pandemia de la cóvid-19: millones de personas se salvaron gracias a las vacunas desarrolladas en tiempo récord. Inesperadamente surgió de forma simultánea un ecosistema heterogéneo de discursos conspiranoicos que, desde el principio, ponen en duda todas y cada una de las decisiones tomadas por los profesionales. Las opiniones desinformadas de toda clase de personajes recibieron la misma atención (al menos) que las de un experto que ha dedicado su vida al estudio de las pandemias. Y no se trata de un caso aislado: forma parte de una tendencia que ha terminado, especialmente en torno a los partidos ultraconservadores, con un cuestionamiento de la misma ciencia, sean virus, el clima o la teoría evolutiva. ¿Qué ha pasado? ¿No vivimos en un mundo en el que el acceso a la información debería permitirnos contrastar las afirmaciones de unos y otros? Responder a estas preguntas es posible, pero encontrar las soluciones a los problemas que plantean está lejos de serlo. Para poder situarnos, es necesario mirar hacia el pasado y hacia los procesos mediante los cuales se crea y destruye la información.

Nuestra sociedad de la información encuentra sus raíces en el paleolítico: la mente compleja dejó una marca imborrable que ha llegado a nosotros, en particular, en forma de arte. Un gran cerebro y el lenguaje incipiente que le acompañó forman parte de una revolución en la que la información poco tiene que ver con la genética y mucho con la emergencia de la sociedad. El lenguaje permitió organizar los primeros grupos y propagar el conocimiento y la memoria colectiva a través de la narración. Mucho más tarde, la escritura definió otra revolución que permitió la persistencia de la memoria en el sustrato material que la imprenta convirtió en un objeto universal: el libro, una máquina del tiempo capaz de una magia especial. Como dice Carl Sagan, nos permite entrar en la mente de personas que murieron hace miles de años y que, sin embargo, nos hablan con claridad, lo que rompe la cadena del tiempo.

Con los libros surgieron las bibliotecas y, desde entonces, el libro de papel ha dominado la cultura y sus cambios, y su simplicidad lo convirtió en el medio preferido para generar conocimientos transmisibles. Su número creció de forma exponencial. Libros diminutos o enormes, enciclopedias ilustradas, atlas del mundo, biografías y autobiografías, historias de guerras y de ciudades. Algunos han sido capaces de llegar a millones de personas. La mayoría no han resistido tan bien el paso de los años. Libros escritos por soñadores, por inventores, por personas honestas y por mentirosos, por revolucionarias y dictadores. El libro permitió la diversidad de pensamiento y se convirtió en el principal instrumento para acceder a las opiniones de los demás, en un motor de cambio. Y esto le convirtió en una amenaza.

Libros y bibliotecas han sido objeto de destrucción. La destrucción de algunos libros ha sido también la destrucción de las ideas que atesoran y del vínculo que crean con la memoria. ¿Cuál ha sido la magnitud de esa pérdida? En su libro Historia universal de la destrucción de los libros, el escritor Fernando Báez hace un repaso de la desaparición de estos objetos y estima que más de la mitad de los libros que han existido alguna vez han sido destruidos de forma deliberada. A lo largo de la historia, los autores de esta destrucción son de varios orígenes, pero muy a menudo tienen en común su obediencia a un solo libro, un libro sagrado (o simplemente incuestionable) cuyas enseñanzas (o interpretaciones arbitrarias) dan a los sus seguidores la autoridad que necesitan para arrasar con todo, comenzando con libros y terminando con seres humanos. Y siempre han tenido un gran aliado, que en su momento fue esencial en el desarrollo de la civilización: el fuego, que se ha llevado bibliotecas legendarias, desde la antigüedad hasta nuestros días. Éste fue el destino de la biblioteca de Alejandría (que sufrió no una sino tres destrucciones) o de la de Pérgamo, ambas con cientos de miles de obras de grandes pensadores, como Aristóteles, de las que no quedó ni rastro. Cómo ha documentado la escritora e investigadora Catherine Nixey en su libro La edad de la penumbra (Taurus, 2018), el cristianismo (en sus distintas variantes) jugó un papel destacado en esta destrucción. Una vez convertido en la religión del poder, la herencia del helenismo fue brutalizada y la mayoría de sus obras escritas desaparecieron bajo las llamas. Algunos restos que escaparon del naufragio, de incalculable valor, quedaron ocultos bajo pergaminos que fueron reutilizados para copiar textos bíblicos y han sido redescubiertos en las últimas décadas. El libro se convirtió en un enemigo que debía eliminarse físicamente. La Inquisición creó un índice de libros, y siglos más tarde la ascensión de Hitler al poder en Alemania vino acompañada de hogueras en las que ardieron miles de libros considerados contrarios a los delirios del Führer. En las últimas décadas hemos visto cómo los conflictos bélicos se llevaban bibliotecas enteras, incluyendo un incalculable número de obras únicas. Un ejemplo sangriento fue el de la biblioteca nacional de Sarajevo, bombardeada en verano de 1992 por los militares serbios, que sitiaron la ciudad durante cuatro años. Como ocurría con la misma ciudad, a menudo llamada la Jerusalén de los Balcanes, la biblioteca atesoraba libros y prensa escrita de muy diversas procedencias culturales, y ya se sabe lo mal que llevan los fundamentalistas la diversidad. Se lanzaron bomberos de fósforo sobre el edificio que no afectaron a nada más alrededor. Cientos de miles de libros se perdieron, incluyendo miles de copias únicas y décadas de ejemplares de la prensa escrita en medios muy diversos. En esta y otras ocasiones, las bibliotecas pagaron con su vida su intento de salvar los libros de las llamas. En este y en otro caso, la pérdida de una biblioteca implica la desaparición de oportunidades para diseminar ideas y mantener la diversidad de opiniones. Para quienes se ven privados de libros, se desvanece la prosperidad derivada del conocimiento universal.

Una desaparición rápida

Más allá de las bibliotecas, la información en papel no ha dejado de desaparecer con rapidez. Documentos que registraron entierros, nacimientos, bodas, bautizos, defunciones, detenciones, denuncias, impuestos, registros mercantiles o transacciones comerciales tuvieron una importancia personal y nos permiten, cuando sobreviven, reconstruir parte del pasado. Sin exagerar, podemos decir que se ha producido una gran extinción de la información cotidiana. La destrucción de muchos de estos archivos nos priva, a menudo para siempre, de conocer la historia. Éste es el caso de los documentos eliminados con la finalización del apartheid en Sudáfrica o los archivos de la Stasi en la antigua RDA tras la caída del Muro de Berlín. Los responsables del régimen, conscientes de su valor y el peligro que suponía para su futuro, destruyeron una inmensa parte de las huellas del régimen. Con estas, se suprimió la memoria de muchos de los que se rebelaron contra la opresión, cuyas voces deberían ser parte de la memoria de la nación. La memoria histórica es una necesidad que toda sociedad debería proteger. Y cabe recordar que, como en todo sistema complejo, la construcción de la memoria es un proceso lento y diverso, pero su destrucción es rápida ya menudo irreversible.

Con la llegada de los sistemas digitales, aunque éstos tampoco están salvados de la destrucción, para una parte fundamental de archivos y sistemas de la revolución informática ya es demasiado tarde. Un ejemplo flagrante es la degradación de algunos registros únicos de las primeras misiones de la NASA, registrados en cintas magnéticas. Muchas cintas de la misión Viking en Marte (1976) fueron almacenadas durante una década sin ser procesadas. Cuando los investigadores intentaron analizarlos, descubrieron una realidad inesperada: estaban en un formato ilegible. Los ordenadores que procesaban estos datos ya no existían, y los ingenieros responsables habían fallecido o abandonado a la agencia. Para reparar y recuperar la información de estas cintas, la NASA tuvo que invertir un enorme esfuerzo en personal y recursos. Algo que desde luego no ocurrirá en la inmensa mayoría de los casos, en los que esta posibilidad es económicamente inviable.

Algo similar ocurre con la televisión, cuyos registros hasta bien entrados los años setenta se almacenaban en cinta. Aquí también los cambios en la tecnología de almacenamiento y lectura dieron lugar a la desaparición de instalaciones especializadas. En tan sólo dos décadas, la mayoría de los equipos de grabación y reproducción fueron enviados a vertederos o puntos limpios. Dada la escala del problema, es probable que gran parte del legado desaparezca. Como resultado, algunos investigadores hablan de una "edad oscura digital" en la que los documentos originales se pierden, no siempre después de haber sido copiados. Para evitar la muerte de esta información se requiere una iniciativa global que preserva no sólo los documentos, sino también los sistemas necesarios para descifrarlos y leerlos. Mientras tanto, con el desarrollo de internet y la inteligencia artificial, la tecnología digital ha permitido un nuevo salto global, sin duda el más importante, con el acceso a la información. La promesa del universo digital y su acceso universal, que debería expandir nuestras posibilidades como sociedad, fue una idea recurrente en los años noventa del pasado siglo. Pero las realidades de un mundo incierto y expectativas inciertas creadas por la economía global, las amenazas asociadas al crecimiento demográfico, la falta de recursos y el cambio climático han cambiado el panorama de una forma inimaginable. Parece que, como proponía Zygmunt Bauman, hemos pasado de una fase "sólida" en la que podíamos confiar en las instituciones que definían el estado moderno (y una información fiable) a una fase "líquida" en la que la rapidez de los cambios tecnológicos y la volatilidad del ecosistema social han dado lugar a una fragilidad presente en todas las escalas, desde el individuo hasta la política institucional. Esta transición ha ido en paralelo con el ascenso de nuevas formas de comunicar que han priorizado el espectáculo y han ido reemplazando al muy necesario periodismo comprometido, que ha ido perdiendo terreno de forma acelerada. Una tormenta perfecta que se desarrolla con eficacia sin tener que quemar un solo libro.

En esta fase líquida de nuestra civilización, la información veraz, contrastada y, por tanto, próxima a la verdad puede parecer de otra forma que no implica su destrucción directa, sino su distorsión o falseamiento. No se trata sólo de conservar los datos o dispositivos que los procesan. Nuestro adversario es consecuencia de la tecnología digital: la desinformación. En ejemplos anteriores, hemos hablado de procesos que amenazan la fidelidad de la memoria. La desinformación la pone en riesgo creando una forma distinta. Basta con generar otra información de naturaleza opuesta al original, o que incluso la reemplace. Aunque no es un fenómeno nuevo, la magnitud de sus efectos no tiene precedentes. Algo parecido ha ocurrido en la aparición de un virus emergente: cuando un nicho bueno lo permite (las redes sociales), un patógeno hasta entonces marginal se convierte en una pandemia. El patógeno es la desinformación, que supone un cambio cultural y social apresurado por la desafortunada combinación de dos procesos relacionados.

El primer proceso es la rápida accesibilidad a la información y su rápido intercambio en las redes sociales. Esta globalización tiene un lado positivo, puesto que democratiza el acceso al conocimiento y permite el desarrollo de iniciativas colectivas (e incluso algunas revoluciones). Sin embargo, estas ventajas han sido eclipsadas por el segundo proceso clave: la emergencia de la polarización social. Su origen está en la dinámica social analizada mediante modelos matemáticos. La idea es sencilla. Al participar en las redes sociales, especialmente aquellas que nos bombardean constantemente con noticias y opiniones, tendemos a leer y buscar información que concuerde con nuestra forma de pensar. Este fenómeno, conocido como cámara de eco, nos lleva a propagar aquello con lo que nos identificamos o nos hace sentir cómodos sin cuestionarlo, lo que contribuye a una segregación cada vez más acentuada. En el ámbito político, se ha ido abandonando la discusión razonada a favor de una dinámica basada en reforzar las propias ideas y rechazar las contrarias. Esta dinámica se autorrefuerza creando comunidades altamente segregadas que podemos visualizar como redes. El problema se agrava con la difusión de noticias falsas (las tristemente célebres fake news) y la creación de "verdades alternativas", que han deteriorado enormemente la calidad democrática de nuestras sociedades. Las noticias falsas, presentadas como verdaderas, contribuyen a la polarización de forma nueva. Una parte esencial de su éxito procede de la confianza en las fuentes que utilizamos y especialmente en las que son breves y procedentes de un entorno en el que queremos encajar. La brevedad y la rapidez van acompañadas de la explotación de los miedos. El miedo a lo diferente o el miedo a la incertidumbre se propagan con rapidez, y la pertenencia a un grupo ayuda a generar certezas, aunque estas certezas se construyan en contra de otras que apenas conocemos. Esto genera un conflicto entre la información verificada y la desinformación, que a menudo se crea con pleno conocimiento de su falsedad. La desinformación compite así con la información real y, en algunos casos, alcanza sus objetivos.

La complejidad social

Prevenir la polarización es el objetivo central de numerosos estudios científicos sobre la dinámica de la complejidad social. Estos estudios buscan identificar los mecanismos clave que contribuyen al fenómeno y cómo mitigar su impacto. Entre los enfoques se encuentra la comprensión de la propagación de la desinformación como un proceso infeccioso y el estudio de posibles escenarios de control, inspirados en parte por las estrategias utilizadas para controlar epidemias. En este terreno, parece claro que una parte importante de lo que tiene lugar presenta analogías con los virus, y nuestro conocimiento sobre las epidemias conlleva un mensaje positivo: cuando limitamos la propagación, existe un umbral por debajo del cual la infección desaparece. Pero en este caso no hablamos de simples patógenos: los individuos en las redes sociales tienen una mente que puede ser "infectada" por ideas y estas ideas adquieren una entidad propia. Éste es el caso de las teorías conspiranoicas, de las que hemos aprendido algo: los intentos de desmentirlas a menudo refuerzan las creencias de sus seguidores. Los conspiranoicos suelen responder de forma previsible: acusan a quienes les cuestionan de despreciar "la libertad" y de tener intereses ocultos. No existe una solución fácil, ya que la tolerancia es una condición esencial para revertir este proceso, ya menudo es más cómodo aferrarse a las propias ideas que intentar escuchar las del otro. Como hemos dicho, la primera víctima de la guerra es la verdad. En la guerra de la desinformación, la verdad también resulta derrotada.

Hemos ido a la Luna. El Holocausto fue real. El cambio climático está ocurriendo. Las vacunas funcionan. No existen razas inferiores o superiores. La Tierra es redonda. Hechos contrastados y bien documentados, algunos desde hace miles de años. Y, sin embargo, nos encontramos con que millones de personas escuchan y siguen a los nuevos profetas o políticos sin escrúpulos, y aceptan lo que dicen cuando falsean la realidad o simplemente se la inventan, sin cuestionarlos. Si se cuestionan los logros alcanzados por la ciencia, que posee los estándares de rigor más elevados, todo puede ser cuestionado como si se tratara de opiniones subjetivas o conspiraciones. Necesitamos cambiar la dinámica que nos ha traído hasta aquí. ¿Qué lo hace tan difícil? Las carencias de nuestro sistema, tanto en el ámbito de la educación en el pensamiento crítico como en la pérdida del espacio de debate en el que las ideas se enfrentan de forma razonada. Pero quizá el gran reto sea el odio. La filósofa Carolin Emcke lo plantea al principio de su libro Contra el odio (Taurus, 2017):

A veces me pregunto si debería envidiarles. A veces me pregunto cómo son capaces de algo así. Cómo pueden estar tan seguros. Porque los que odian deben sentir esto: seguridad. [...] Si se duda del odio, no es posible odiar.

El odio se va apoderando del espacio de la razón, convirtiendo el problema de la polarización en una verdadera pesadilla. Ya no se trata de que los por un lado no deseen saber lo que piensan los de otro. Formar parte de un grupo, en la dinámica impulsada por la desinformación, implica odiar al otro. Y nada mejor para quedar atrapados en esa lógica que llegar al odio mediante la seguridad que proporciona creerse al portador de la verdad.

Ricard Solé es físico, profesor investigador ICREA y director del Laboratorio de Sistemas Complejos del PRBB, UPF. Este artículo se ha publicado en castellano en el número 66 de la revista La Maleta de Portbou.

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