El pasado 23 de julio, David Fernàndez recordaba aquí mismo el contexto de represión antiindependentista que preparó el feliz advenimiento de la pax olimpica durante los Juegos de Verano de Barcelona 1992, posibles por el deseo de Juan Antonio Samaranch de hacerse perdonar su pasado franquista sin tener que pedir excusas ni dar explicaciones. Naturalmente, aquella evocación que David hacía de la llamada operación Garzón no ha frenado en el más mínimo la empalagosa rememoración del acontecimiento, que una tropa de articulistas han magnificado hasta la hipérbole y algunos han utilizado chapuceramente para finalidades que no tienen nada que ver con los Juegos de julio-agosto de hace treinta años.
El uso del pasado como arma arrojadiza en las batallas del presente es más viejo que el caminar. Aun así, cuando el pasado es un acontecimiento en teoría deportivo y, según sus mismos panegiristas, fruto del consenso entre administraciones e ideologías, resulta curioso que se lo convierta en proyectil. “Tengo la sensación de que se quiere silenciar el legado de los Juegos”, declaraba hace unas semanas Josep Miquel Abad, que fue consejero delegado del Comité Organizador. ¿Silenciar? ¡Pero si últimamente se ha hablado hasta la extenuación! Quizás aquello que Abad quería expresar es la añoranza de aquellos tiempos en los que el PSC imponía sin oposición su modelo de Barcelona, por contraste con el presente, cuando los socialistas están en el gobierno municipal, pero el modelo de ciudad imperante es otro.
La exaltación, tres décadas después, de Barcelona ’92 se sustenta sobre dos grandes líneas argumentales. Una es la gran aportación de la celebración olímpica al desarrollo de la ciudad. Se ve que, sin los Juegos, la ciudad se habría quedado congelada en el tiempo, dormida a finales de la década de 1980, incapaz de reurbanizar la fachada litoral hasta el Besòs, de transformar el Poblenou de suburbio industrial a zona residencial y vivero de nuevas empresas... ¿Qué dice? ¿Que sin los Juegos no habría llegado nunca la inversión necesaria? Entonces qué desastre y qué agravio si, para tener una financiación justa, esta ciudad necesita montar un gran happening cada generación.
¿Madrid, sin Juegos, está igual que en 1985? Además, algunas de las “grandes” infraestructuras no deportivas de 1992 ya nacieron empequeñecidas, insuficientes. Por ejemplo, las rondas. ¿Es concebible que la mitad de su trazado tenga solo dos carriles de circulación, y sin arcenes?
Esta teoría de la Barcelona “redimida” por los Juegos ha tenido últimamente expresiones grotescas. En el ARA mismo, el 25 de julio, el escritor Jordi Amat afirmaba que, sin los Juegos , hoy “Barcelona seguramente sería un puerto mediterráneo decadente como Livorno o Marsella”. ¿Perdón? Livorno no ha tenido nunca más de 175.000 habitantes ni ha sido otra cosa que la capital de una modesta provincia toscana; una ciudad de guarnición que no ha conseguido ni un solo día de los últimos siglos a ser noticia ni polo de atracción global en ningún terreno; repito: ni un día. Vaya, que se asemeja a Barcelona como un huevo a una castaña.
En cuanto a Marsella, sí, es la segunda ciudad más poblada de Francia. Pero aquella que los periodistas hexagonales denominan a menudo la cité phocéenne por la procedencia de los colonos griegos que la fundaron no ha pretendido ni podido rivalizar nunca ni en demografía, ni en dinamismo económico, ni en atractivo cultural, ni en potencia política, ni en nada, con París. Sin un traspaís con identidad propia (el centralismo francés ha sido mucho más eficaz que el español), Marsella ni siquiera no ha ejercido como capital de una desdibujada Provenza. ¿Qué tiene esto que ver con el caso de Barcelona, capital de Catalunya, que durante la primera mitad del siglo XX tenía más habitantes que Madrid y que ha ejercido durante dos siglos como contrapoder de la Villa y Corte?
La otra línea argumental de los que dicen añorar tantísimo la Barcelona olímpica de 1992 es puramente política: es el sentimiento de pérdida por aquel bipartidismo estable que se repartía por mitades la plaza de Sant Jaume, que administraba hábilmente pactos y tensiones..., y dentro del cual algunos que ahora ya no son nada eran alguien. Narcís Serra ha aprovechado la efeméride para recordar que “Maragall y Samaranch fueron esenciales, pero también ayudó el rey Juan Carlos”, a ver si así le inyecta un poco de crédito a la figura del emérito, que bastante falta está. El exconvergent Ignasi Guardans, por su parte, rememora aquella sociedad “abierta, cosmopolita, generosa, plural y alegre”, aquellas Barcelona y Catalunya idílicas de 1992, destruidas –afirma el nieto de Cambó– por los “cafres”.
Es fácil suponer que los “cafres” son los independentistas y los comuns, que han perturbado aquel supuesto modelo ideal de treinta años atrás. Pero resulta curioso que, entre nostálgicos tan sabelotodo, nadie se pregunte seriamente por qué. Por qué, partiendo de una situación tan óptima como la de 1992, surgieron o crecieron hasta lograr más del 50% de los votantes fuerzas hostiles a aquel statu quo y capaces de ponerlo en peligro. Quizás se lo preguntarán cuando llegue el 40.º o el 50.º aniversario de los mitificados Juegos.