Vacunas y derechos

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Vacunas de Moderna a punto para ser administradas, el pasado julio, en Madrid.

En una situación tan excepcional como la actual, que supongo que no hay que resumir aquí, el debate sobre la vacunación masiva de la población no es precisamente superfluo. Tratarlo de una manera rigurosa, sin embargo, implica delimitar determinadas cuestiones que, en general, acostumbran a yuxtaponerse. También hace necesario descartar debates subsidiarios o ya superados. En mi opinión, se puede identificar tres grandes bloques que, a pesar de estar relacionados, no se tienen que confundir. Uno es de carácter médico, el segundo tiene un sesgo ético y el tercero es de naturaleza híbrida, a pesar de que su fondo es comunicativo y político.

En primer lugar, está la cuestión de la efectividad de la vacuna a la hora de combatir las peores consecuencias de la pandemia, es decir, los casos graves de covid y la mortalidad que llevan asociada. Como pasa con la vacuna contra la gripe estacional, la del covid no garantiza una efectividad del 100%, pero sí que evita el colapso del sistema hospitalario y nos aleja de la gran pérdida de vidas humanas que se produjo durante la primera oleada. Con los datos disponibles, discutir hoy las ventajas de la inmunidad de grupo para combatir la pandemia es una pura frivolidad, un pseudodebate superfluo y distorsionador.

En segundo lugar, existe un tema ético importante. En una sociedad que garantiza derechos fundamentales, una persona adulta no está obligada a aceptar que le inoculen ninguna sustancia sin su consentimiento. Aun así, en el caso de las transfusiones de sangre a menores hay jurisprudencia, y hace prevalecer el derecho a la vida del menor en detrimento de las creencias religiosas de sus padres. Aquí no hablamos de menores, sin embargo. En definitiva, existe el derecho individual a evitar la vacuna pero también el derecho colectivo a evitar riesgos potencialmente peligrosos para la comunidad. La inmunidad de grupo podría aminorar el riesgo, pero esto no significa que nos tengamos que jugar la salud porque no sabemos con quién compartimos el aire que respiramos. ¿Cómo se tiene que traducir en términos legales todo esto? ¿Passaports covid? ¿Restricciones? ¿Controles? No lo sé. De lo que no tengo ninguna duda es que los límites del libre ejercicio de mis derechos tienen que coincidir milimétricamente con el libre ejercicio de los derechos de los demás. No tengo nada contra alguien que encuentre divertido golpearse el cráneo con una mano de mortero hasta hacerse un chichón –es su vida–, pero sí contra alguien que, por ejemplo, conduzca borracho –es mi vida–.

Finalmente, hay un tercer debate que enlaza de una manera compleja e incluso paradójica el actual contexto comunicativo con la viabilidad de las democracias. El movimiento antivacunas actual –que difiere considerablemente de los anteriores– coincide en el tiempo con la gran eclosión de la pseudociencia en internet. El año 1998, un médico llamado Andrew Wakefield publicó un estudio donde establecía una correlación entre la administración de la "triple vírica" y el autismo. El estudio se publicó en The Lancet, que viene a ser la Biblia de la medicina, y muchos padres decidieron no vacunar a sus hijos. Resulta, sin embargo, que el artículo de Wakefield era un fraude científico premeditado y motivado por dinero. El Reino Unido le retiró la licencia para ejercer la medicina y la revista The Lancet pidió disculpas. Pero el mal ya estaba hecho: el asunto se esparció por los foros de la época y duró años (de hecho, todavía tiene millones de adeptos). Dos años antes, este médico había entrado en contacto con un abogado del movimiento antivacunas llamado Richard Burr, que quería demandar a las farmacéuticas alegando la martingala del autismo a pesar de que, obviamente, no disponía de ninguna prueba. El encargado de proporcionarla era Wakefield.

La transición de un modelo vertical y jerarquizado del conocimiento (ejemplificable con la revista The Lancet) a otro horizontal y reticular (identificable con los miles de foros de internet donde en aquel momento el personal decía lo que le parecía en relación a aquel artículo) es un problema comunicativo y a la vez un problema político. La ruborizadora estupidez según la cual la vacuna contra el covid magnetizaba la piel, por ejemplo, no surgió de cualquier lugar, sino de la inmensa barra de bar universal donde millones de cuñados explican sus ocurrencias.

Para acabar: creo que poca gente se ha dado cuenta de que la palabra pandemia y la palabra democracia tienen como sufijo y prefijo, respectivamente, el término griego demos. A pesar de que mi formación académica me pide ahora hacer picajosas e inacabables matizaciones, el demos alude aquí a la comunidad, a la gente, a la inevitable dimensión colectiva de todo individuo. A menudo la etimología ilumina.

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