¿Podemos gobernar el turismo?

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Un niño cuyo cartel pide el fin del humo en Barcelona en la manifestación para poner límites al turismo

La masificación turística no es un fenómeno nuevo, ni es intrínseco de Barcelona. Tras el paréntesis dramático de la covid, las previsiones para este verano vuelven a ser de récord, especialmente en Europa occidental, fruto de la inestabilidad que viven otras zonas geográficas.

El sur de Europa recibió en el 2023 cerca de un tercio de todos los dólares de los turistas internacionales, más de 500.000 millones, cifra que se ha triplicado en 20 años y que supera de largo los 150.000 que reciben los Estados Unidos. El turismo ha sido un tractor importante de la recuperación pospandemia para las economías del sur de Europa, que aportan hoy un buen grueso del crecimiento anual de la UE.

El incremento sostenido de la actividad turística tiene dos consecuencias que avanzan en paralelo: el sector es palanca de desarrollo para muchas ciudades y regiones, pero es también, cada vez más, generador de un malestar ciudadano que cristaliza y se expresa de forma mimética en lugares como Canarias, Málaga, Baleares, y también en Barcelona. El derecho legítimo a la protesta debe ser siempre compatible con el respeto por la gente que visita la ciudad; éste es un debate complejo que no quiere soluciones simplistas y acusatorias, ni actitudes reprobables como las que hemos visto estos días.

Posiblemente, buena parte de los que participan en estas concentraciones viajarán este verano, como el que escribe. El turismo forma parte de una conquista social derivada de la mejora de las condiciones laborales y de vida de buena parte de la población. Pero también es la expresión de un sistema de valores orientado al consumo, que a veces convierte a los lugares en productos, arrastrando un tipo de industria que no siempre ha velado por un buen encaje con los espacios visitados. Tampoco el sector público ha tenido la suficiente agilidad para regular fenómenos como el estallido del alojamiento turístico bajo el paraguas de las economías de plataforma.

Sin embargo, el turismo es una historia de éxito, pero debemos redefinir qué entendemos por éxito, y medirlo en términos de impacto social, condiciones laborales o identidad de la ciudad, y no sólo en número de visitantes o resultados económicos. En Barcelona, ​​el sector turístico representa un 14% del PIB, emplea a más de 150.000 personas y sustenta sectores como el comercio, la restauración, o una parte de la oferta cultural, que no sería viable sin la aportación de los visitantes a la economía de los museos, por ejemplo. Es, y seguirá siendo, un sector económico importante, pero es necesario regularlo.

La demanda turística es imparable, y nadie tiene una varita mágica para modularla a conveniencia. Es necesario actuar sobre la oferta, porque lo que no podemos hacer es quedarnos de brazos cruzados. Barcelona fue una de las primeras ciudades en abordarlo, y tenemos instrumentos como el PEUAT (Plan Especial Urbanístico de Alojamientos Turísticos), que han replicado otras ciudades, o un plan de gestión para los espacios de gran afluencia.

Necesitamos ir más allá. Queremos incrementar la fiscalidad turística para que la propia actividad genere recursos en la ciudad que financien el sobrecoste en transporte, seguridad o limpieza que supone tener una población flotante diaria de 200.000 personas de media. Éste no es un impuesto al sector, sino a los turistas, que son ciudadanos temporales y deben contribuir a financiar los servicios que utilizan.

Estos ingresos generan también un retorno social a la ciudad, reinvertidos en decenas de proyectos como el Grec, la Mercè, la cabalgata de Reyes, el Festival de Sopas del Mundo de Nou Barris o el de Circo en Les Corts. Ahora nos permitirá también climatizar a 170 escuelas con energía verde.

Por otra parte, hemos anunciado la intención de erradicar la oferta de pisos turísticos en toda la ciudad, una medida que busca recuperar vivienda y evitar conflictos de convivencia a los vecinos. Como en otras muchas ciudades, en Barcelona faltan pisos, y la existencia de 10.101 viviendas que son utilizadas como activo inversor no ayuda. Las ciudades no pueden permitírselo, Amsterdam o Nueva York impulsan iniciativas similares.

Este objetivo requerirá acuerdos amplios y un debate maduro. Hablaremos con el sector, siempre que el diálogo parta de la voluntad de aportar para construir soluciones, no de la amenaza del litigio legal. Algunos actores querrán optar por la batalla jurídica, porque defienden los intereses de un negocio que les resulta muy lucrativo, ya hemos visto antes, y también en otras ciudades. Pero el Ayuntamiento no renunciará a su responsabilidad reguladora por defender el interés público, que hoy implica hacer frente a la crisis de la vivienda con todos los instrumentos posibles.

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