El hombre y la vaca

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La ciencia avanza a pasos agigantados. Sin dar tiempo a que el movimiento animalista salga en defensa del derecho que todo cuadrúpedo tiene a hacer sus necesidades donde más le convenga, veterinarios, neurólogos y biólogos se han unido en un proyecto de investigación cuyo propósito es el diseño y aplicación de sistemas para lograr que las vacas orinen en sitios preparados al efecto. The Economist (“How to toilet-train your cow”, 18 de septiembre de 2021) ofrece una breve reseña de un programa de investigación que se extiende de Alemania a Nueva Zelanda. No se trata de una frivolidad: el programa se enmarca en el esfuerzo por reducir la emisión de gases de efecto invernadero, porque la urea que contiene la orina se descompone generando óxido de nitrógeno (N2O). Ese gas tiene propiedades médicas: se empleó como anestésico dental durante un tiempo, y allí adquirió el nombre de “gas de la risa” por su efecto hilarante sobre el paciente. También las tiene recreativas: recientemente se ha puesto de moda como ingrediente de los botellones, donde puede reemplazar con ventaja a la ginebra de garrafa. Pero el N2O es también un poderoso enemigo de la capa de ozono, y su larga permanencia en la atmósfera lo convierte en un componente relevante de los gases de efecto invernadero: en la Unión Europea se estima que el 70% de las emisiones de óxido de nitrógeno proviene de la agricultura. Un tratamiento químico de la orina elimina el N2O, pero solo es eficiente en grandes volúmenes: de ahí el interés de educar a las vacas.

Como sabe cualquier padre, adiestrar a un niño en esa elemental higiene es un proceso complejo, ya que exige una cierta conciencia de la interacción entre el cerebro y el organismo, y también laborioso; tanto, que uno pensaría que el aprendizaje está fuera del alcance de una vaca. Eso no es así, porque la vaca está dotada de inteligencia, que oculta al observador casual tras una expresión habitualmente inescrutable. Los resultados de los experimentos han sido bastante prometedores: en un experimento, 11 de 16 vacas superaron el aprendizaje, orinando el 77% de las veces en la letrina preparada al efecto. Los investigadores concluyen que el desempeño de las terneras es aproximadamente igual que el de los niños, y superior al de los bebés. El tamaño de la muestra de niños y bebés empleado no es conocido.

Es, pues, posible enseñar a las vacas a contribuir a mitigar el problema del cambio climático. ¿De qué se han valido nuestros investigadores en sus experimentos? De la respuesta a incentivos: las vacas que cumplían el objetivo recibían un premio, a las que no se les daba una ducha fría. Entre nosotros, los incentivos son un instrumento básico de la ingeniería social, y un objeto de estudio central de la economía: obsequiamos con un caramelo a quienes se vacunan, las multas reducen la frecuencia de muchas infracciones, discutimos los efectos de un aumento del salario sobre el empleo… Todo ello sugiere que los incentivos deberían ser un instrumento eficaz para estimular el ahorro energético o extender el reciclaje. Por desgracia, una ojeada a nuestros parques, bosques y playas nos hace dudar de que la eficacia de esos incentivos sea muy grande, al menos por el momento.

¿No podemos hacer más? Claro que sí. En realidad, la respuesta a incentivos corresponde a aquella parte de la razón que el hombre comparte con los animales; quien levanta el pie del acelerador para evitar la multa no se distingue del perro que se levanta sobre sus patas posteriores para recibir una galleta. El hombre quiere evitar la multa y elige un medio para evitarla; el perro quiere la galleta y elige un procedimiento que le llevará a ella. No se puede llegar más lejos con un animal: no se puede explicar a la vaca en qué consiste el cambio climático.  

Pero a un hombre sí se puede. Si en la carretera elige medios, en la tranquilidad de su casa puede elegir fines: puede decidir que por una modesta contribución a un planeta a lo mejor vale la pena ir en autobús al despacho, o comer menos carne. Si decide lo contrario es responsable de las consecuencias de su decisión. Por desgracia, nuestra sociedad no estimula esa clase de reflexiones. Quizá valga la pena que nos preguntemos por qué, en sociedades avanzadas, inundadas de información, más preparadas que nunca, resulta que nuestra contribución a mitigar el problema del cambio climático es mucho menor que la de las vacas.

Alfredo Pastor es profesor emérito del IESE.

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