La naturalidad de Harris

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Kamala Harris durante el debate

La sonrisa de Kamala Harris mirando a Trump con condescendencia cada vez que lo dejaba en ridículo me ha quedado grabada como icono de un debate entre la dignidad y la insolencia que puede hacer historia. Dudo que un candidato macho hubiera podido hacer tan natural –y tan profundo– el abismo que separaba a los dos personajes. La seguridad, siempre con una sonrisa irónica, la fuerza tranquila, si se me permite decirlo así, con la que la candidata interpelaba a su adversario –incapaz de controlar unos gestos faciales de contrariedad y de desconcierto que lo ponían en evidencia–, hacía cada vez más profundo el agujero en el que Trump se iba metiendo. De registro limitado, la irritación y las mentiras eran la única reacción cada vez más automática. En definitiva, su forma de estar en el mundo. Dice Ricard Solé: "Formar parte de un grupo en la dinámica impulsada por la desinformación implica odiar al otro". Y esa es la estrategia con la que Trump lleva años atrapando a buena parte de los estadounidenses. La persistencia lo ha convertido en normalidad, pero debería perderse el miedo a plantear cuestiones que ayuden a entender cómo Estados Unidos ha llegado hasta este punto: tener a un profesional del odio como abanderado de la mitad de la población.

Debe haber arraigado mucho resentimiento en la sociedad norteamericana para que ni las condenas judiciales, ni el golpe de estado frustrado ni la insolencia convertida en categoría hayan tenido ningún coste para él, reducto de una parte de América en estado de frustración permanente. Por eso, a pesar del éxito de Kamala Harris, a pesar de la alucinante naturalidad con la que puso en evidencia al siniestro personaje, hay que ser prudentes. No todo está ganado. El mapa de Estados Unidos está lleno de zonas de sombra cargadas de recelo contra la América liberal y cosmopolita. Y unas normas electorales no actualizadas permiten a los republicanos ganar con mucho menos votos que los demócratas si finalmente la partida se juega en cinco o seis estados clave.

Sin embargo, si hay un motivo de optimismo es que una candidata sin prejuicios ni complejos dejó tan en evidencia al personaje, con naturalidad y sin agresividad impostada, que hace pensar que quizás sí que esta vez algunos sectores, predominantemente femeninos, del electorado trumpista comienzan a perder la fe. En todo caso, lo que cuesta también entender es que las leyes y costumbres estadounidenses permitan que un delincuente, condenado y con causas abiertas, pueda ser candidato a la presidencia, con el aval de la justicia. Y que no haya generado disidencias en parte de los poderes civiles afines a los republicanos. Por el contrario, Elon Musk y compañía, abanderados del autoritarismo posdemocrático, han hecho de Trump no sé si llamarlo su muñeco, o su mascota. Y tienen mucho poder.

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