«Y que tengan que controlar si controlan a sus controladores»
Bertolt Brecht
"¿Quién juzga a los jueces?", como dilema, opera como una continuidad ininterrumpida de la eterna pregunta irresuelta sobre "¿quién vigila al vigilante?" La pregunta es a la vez todo un debate, una requisitoria entera y un agujero negro sin fondo que todo se lo traga –y cuanto más subes en el escalafón judicial, más desciende–. Mientras, si sabemos que este martes, la junta de fiscales del Tribunal Supremo debatirá kafkianamente sobre independentismo y terrorismo con las espadas en alto. Será un debate, en desigualdad de armas, sobre la aceptación inquisitorial o la refutación democrática de un acto de fe. Es decir, decidir y prejuzgar sin necesidad de basarse ni en la razón ni en la experiencia. Decidir sobre la pretendida naturaleza, misterio e intencionalidad terrorista de unas movilizaciones sociales en las que no concurre ningún hecho terrorista ni una sola organización criminal, sino el ejercicio de un derecho tan fundamental como el derecho de protesta. La liturgia del acto de fe del Tribunal del Santo Oficio de la Santa Inquisición consistía, como saben, en un sermón –las acusaciones judiciales–, una profesión de fe colectiva –el trinomio tricorneal de la trama jurídico-mediática-política –y una procesión religiosa por las calles –las manifestaciones convocadas por PP y Vox denunciando "el puro terror y el puro fascismo", según Feijóo. Un hombre sin atributos que vuelve a acreditar una ignorancia superlativa sobre qué es terror y qué es fascismo –y qué es terror fascista– y que banaliza brutamente ambas cosas e insulta y menosprecia brutalmente a todas las personas que las han sufrido.
También es sabido que todo acto de fe terminaba, inevitablemente, en ejecución y linchamiento. Vale la pena recordarlo. Porque sostener, en estos momentos, que el independentismo catalán es terrorismo –y no decirlo desde la barra de un bar a las tres de la madrugada, sino escribirlo desde el sillón del juzgado central de instrucción número 6 de la Audiencia Nacional– es a la vez, mucho más que indiciariamente, una tontería ética, un torcebrazo político y una prevaricación jurídica. Febrada y febrero judicial, habrá que decir que el pasado siempre decodifica el presente –y ensucia o aclara el futuro– y que la pregunta sobre quién juzga a los juzgadores cuando la naturaleza del delito es de estado tiene respuestas crudas y duras. Me remito a otro febrero, el de 2003, para tratar de esbozarlo. 20 de febrero de 2003. Es decir, cuando el trinomio tricorneal –determinados medios, determinados políticos y siempre los sabidos informes del Duque de Ahumada– cerró impunemente el diario Egunkaria –cerrar un diario, insistimos, en el siglo XXI en medio de la supuesta democracia plena, llena de agujeros negros.
Muchos años después –y en las tres palabras, aviso a navegantes, está todo: "muchos años después"– todos los procesados acusados falsamente de terrorismo fueron categóricamente absueltos. La sentencia –de la propia Audiencia Nacional– era inusualmente dura siete años después: remachaba que no había ninguna habilitación constitucional directa para el cierre y daba plena verosimilitud a las denuncias por torturas formuladas por los acusados. Nueve años después –"nueve años después", el tiempo es el castigo también– el TEDH dio la razón a Martxelo Otamendi, director del diario, y condenó al Reino de España por no investigar el pozo sin fondo de su dolor inacabado –inacabado porque la impunidad perdura todavía–. Entendidos. ¿Quién cerró el periódico? El juez Juan del Olmo –el mismo que secuestró El Jueves por esa portada escasamente monárquica–. Nunca le ocurrió nada. Nada de nada. En realidad, ¿quién impulsó el cierre del diario equiparando terrorismo y periodismo? Los informes de la Guardia Civil. ¿Quién les torturó? Agentes de unidades especiales de ese cuerpo. Pero nunca ningún agente fue apartado, removido, expulsado o inhabilitado –ni siquiera investigado– para cerrar un diario inconstitucionalmente, según sentencia firme, a base de torturas. Hoy el hecho es lo mismo y los jodidos los mismos, diría Ovidi Montllor. Y no: no hay buenas vistas de cara al futuro. La pregunta democrática sigue abierta en canal y sin respuesta: qué hacer democráticamente ante jueces que, en vez de defender el derecho, lo violan, violentan, manosean y le dan la vuelta.
Más memoria destartalada. Un día Pérez Rubalcaba –aunque viendo que el retorno legal de la izquierda abertzale era ya inevitable– vino a decir que, ya que debían llegar, que llegaran lo más tarde posible y, sobre todo, en las peores condiciones posibles y más debilitados que nunca. El hombre de estado del PSOE por antonomasia –que antes era Estado que PSOE; que era el delegado del Estado en el PSOE– también advirtió premonitoriamente que para vencer al independentismo catalán habría que retorcer el estado de derecho. De ahí venimos y aquí estamos. Al fin y al cabo, la historia del Proceso se escribirá también escribiendo la intrahistoria de los jueces –jueces correo, en la jerga represiva, que hacen lo que el Estado profundo les manda– que tomaron las filas políticas del Estado –sin pasar por ninguna urna– en medio de la mayor crisis vivida desde el final de la dictadura. No se olviden de esa carta de Carlos Lesmes, como presidente del CGPJ, despidiéndose del juez Juan Antonio Ramírez Sunyer, instructor de la macrocausa primera contra el Proceso desde el juzgado 13 de Barcelona: "cambiaste el rumbo de la historia de nuestro país". Podríamos disertar sobradamente sobre qué opinión nos merece el juez Aguirre y unos interrogatorios surrealistas y subrealistas que alborozarían a la vez Berlanga, Valle-Inclán y Pérez Galdós –pero quien quiera saber qué piensa la misma judicatura, sólo debería parar bien la oreja– . También olvidamos con facilidad que la juez Carmen Lamela, que fue quien arrancó la deriva encarcelando a los Jordis y que, después, fue premiada con plaza en el Supremo. Y todo. Ellos nunca fallan. El horror de estado es siempre puntual.
Sea como fuere, la larga batalla judicial por la consecución de la amnistía –ellos fijan las reglas de la duración, en eso están, al alargar el sufrimiento como les place– es la continuidad del conflicto político por otros medios, desde hibrios de una alta judicatura que quiere hacer de poder legislativo –cuando su única opción democrática disponible es presentarse a las elecciones–. Mientras esto no ocurra, a la hora de buscar el nombre exacto de las cosas, lo que ocurre es que la prevaricación de estado saca ninguna. Añadiendo que curiosamente es más clara la definición etimológica del concepto en la RAE que en la Gran enciclopedia catalana. La definición castellana dice que prevaricación es el delito consistente en que una autoridad, un juez o un funcionario dicte una resolución sabiendo, a gratciente, que es injusta. La definición catalana habla de "delito propio del que carece de la obligación del cargo que desempeña, desviación de los propios deberes profesionales de estado". Ambas, sin embargo, valen y se complementan para saber dónde estamos y entender lo que nos pasa. Pero entonces, ¿cómo se combate la prevaricación de estado que pretende dilatarse en los tiempos incidiendo políticamente? Sabio será, parafraseando a Brecht, quien tumbe estos planes. Sólo quien lo haga, recordaba el dramaturgo alemán, nos salvará.