Alba Sotorra: “Las mujeres que se unieron al Estado Islámico no sabían dónde se metían”
La documentalista estrena 'The return. Life after Isis', el documental que ha hecho para intentar comprender a las mujeres que se marcharon de su país para hacer la yihad
BarcelonaEn octubre de 2017, un grupo de civiles abandonó la ciudad de Raqqa, que estaba siendo bombardeada por la coalición contra el Estado Islámico, y se entregaron a un grupo de soldados curdas con las que estaba la documentalista Alba Sotorra (Reus, 1980). Entre ellas había una joven madre que llevaba en brazos a un niño, los dos cubiertos por el polvo del desierto y las bombas. “Cuando me acerqué, me di cuenta de que su hijo estaba muerto y la abracé. Fue la primera vez que lloré por nuestros enemigos”, explica Sotorra en las notas de dirección de The return. Life after Isis, el documental que ha hecho para intentar comprender a las mujeres que se marcharon de su país para unirse al Estado Islámico y que se presentará en el Docs Barcelona esta semana (y estará disponible en alquiler en Filmin a partir de este martes).
“No entendía por qué tantos jóvenes se unían a una causa tan oscura y turbia, sobre todo las mujeres, puesto que en el Estado Islámico perdían todas las libertades”, dice la directora. Sotorra había vivido el conflicto desde el bando curdo con las guerrilleras feministas de la YPJ (siglas en curdo de la Unidad de Protección de Mujeres), a las que dedicó el documental Comandante Arian. Cuando la guerra acabó, cerca de 50.000 mujeres y niños se entregaron a las fuerzas curdas “porque sabían que rendirse a Bashar [al-Assad] era mucho más peligroso”. Los países de origen de estas personas no querían saber nada de ellas y los curdos las instalaron en unos campos de detención improvisados y gestionados por la YPJ. Acceder a ellos era casi imposible para la prensa, pero Sotorra se había ganado la confianza de las guerrilleras curdas y esto le permitió entrar en el campo varias veces a lo largo de un año y documentar con su equipo un taller de escritura que hacía un grupo de internas.
Dos eran tristemente famosas: Hoda Muthana, una chica de Alabama a la que el propio Donald Trump dedicó un tuit en el que aseguraba que no le permitiría volver nunca a los Estados Unidos, y la inglesa Shamina Begum, a la que el gobierno británico ha revocado la nacionalidad para impedir que vuelva al país. En sus países son símbolos de un odio alimentado por políticos populistas y la prensa sensacionalista, pero el documental ofrece otra realidad: mujeres jóvenes traumatizadas por una guerra cruel que no pueden volver con sus familias, que han perdido a maridos, amigas o hijos y que ni siquiera están seguras en el campo, donde hay grupos de mujeres todavía radicalizadas que las asedian para que se mantengan fieles a los principios del Estado Islámico.
Inicialmente, Sotorra quería poner el foco en el gesto de reconciliación que ofrecían las mujeres curdas a las del Estado Islámico. “Los curdos son los que más han sufrido por culpa del Estado Islámico y, aún así, han abierto el diálogo porque entienden que es la única manera de acabar con la violencia. La tarea que hacen es brutal y admirable”, dice. Pero el contacto con las prisioneras cambió su mirada. “Me he dado cuenta de que empecé este proyecto cargada de prejuicios –confiesa–. Y he recordado que no puedes prejuzgar a nadie, que todo el mundo merece una segunda oportunidad”.
Un gran error
El documental muestra que el relato de radicalización de cada mujer difiere: algunas siguieron a su marido, no siempre por convicción, otras fueron seducidas por reclutadores muy habilidosos a la hora de detectar personas vulnerables y receptivas. Kimberly era una canadiense deprimida porque sus hijos se habían marchado de casa y se sentía inútil. Shamina tenía 15 años y se marchó con dos amigas, llenas de excitación e inconsciencia. “Pero todas tienen en común que al pisar la madafa se dieron cuenta, demasiado tarde, de que habían cometido un grave error”, dice Sotorra.
La madafa era la casa donde estaban instaladas las mujeres que se unían al Estado Islámico, un lugar sucio y saturado, con vigilancia armada en la puerta. Solo se podía salir de ahí de una manera: casándose. Pero no había tiempo para el cortejo: una cita a ciegas de media hora y, si decían que sí, se marchaban con el futuro padre de sus hijos. ¿Y después? “No había nada por hacer –explica una de las mujeres en el documental–. Durante cinco años, no hacías nada más que cocinar y limpiar. No había escuelas para mujeres. No se permitía la música ni internet. Te decían cómo te tenías que vestir, hablar y comportarte. Una vez me regañaron en público por llevar una franja rosa en las zapatillas. «Son demasiado atractivas», me decían”.
“Las mujeres que se unieron al Estado Islámico no sabían dónde se metían”, recalca Sotorra. “Y todas han pasado experiencias terribles: vivir bajo las bombas, no tener comida ni agua, sufrir por la vida de los hijos o incluso perderlos...” Después de hablar mucho a lo largo de un año, la directora sigue sin acabar de entender cómo pudieron unirse a la Yihad. “Pero es que ni ellas mismas lo entienden –dice–. Mi conclusión es que el Estado Islámico tenía un aparato propagandístico muy potente, con propaganda específica pensada para varios nichos: una para los chicos jóvenes, otra para las mujeres, otra para la gente muy pobre... Y a cada grupo lo seducían con argumentos diferentes”.
Jugar a la Yihad
Sotorra incluye en el film material de violencia sobrecogedor, como algunos vídeos de propaganda del Estado Islámico o el de unos soldados preparándose para ir al mercado de esclavas sexuales. “Con el permiso de Alá, cada uno se llevará una”, celebra eufórico uno de los guerrilleros. Pero el fragmento más escalofriante del documental es una escena filmada en el campo de detención en la que se ve a unos niños jugando a la Yihad entre escombros. “Cuando eres yihadista, nadie te puede hacer daño. Nadie te manda, ¿lo entiendes? Si mueres, ¡vas directamente al paraíso!”, dice un niño con los ojos brillantes.
“Desde un punto de vista humanitario es urgente sacar de ahí a esos niños, que no tienen culpa de nada, pero también desde un punto de vista práctico, porque ese entorno no es bueno para su mentalidad –señala Sotorra–. Si no vuelven ahora, lo harán en el futuro, pero de otro modo. Y lo mismo con las mujeres, incluso la minoría que todavía están radicalizadas, que solo necesitan un poco de luz y esperanza para cambiar de estado mental”. La directora cree que son “necesarias” para ayudarnos a evitar que otras mujeres como ellas cometan su mismo error. “Incluso podrían formar parte activa de programas de prevención, porque el radicalismo solo se puede evitar previniendo. No podemos seguir combatiéndolo con guerras”.