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Deborah Feldman: "Después de 'Unorthodox' no les quedó más remedio que dejarme marchar"

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L'escriptora Deborah Feldman

MadridTras el éxito de Unorthodox, y en especial de su adaptación audiovisual, Deborah Feldman publica ahora la segunda parte de su fuga de la comunidad jasídica de Williamsburg (Nueva York). Exodus (Lumen) narra el viaje de la autora para vivir en plena libertad en Berlín, su nuevo hogar.

Su primera etapa en Nueva York después de salir de la comunidad jasídica no fue fácil. ¿Escribir su fuga fue una especie de salvoconducto para una nueva vida?

— Sí. Me proporcionó una plataforma pública que me dio poder e impulso contra una comunidad que, en este tipo de situaciones, posee el poder. No les quedó más remedio que dejarme marchar. Normalmente no lo hacen.

Unorthodox es su camino hacia la libertad y Exodus su trayecto para encontrar su identidad. ¿Ve inseparable una cosa de la otra?

— En mi comunidad, a la gente que se va se les compara con una vaca fuera del establo. Cuando una vaca está toda su vida en un establo o un prado, y después sale al exterior, no sabe qué hacer con la libertad y se estampa. Creen que, después de estar toda la vida en un lugar seguro y cerrado, los que se van no sabrían qué hacer y se volverían locos. Se convertirían en prostitutas, drogadictas, vagabundos, se suicidarían. Es un mito. Unorthodox es la trayectoria hacia la libertad, pero Exodus es el intento de descubrir cómo vivir en una libertad segura, constructiva y saludable.

Para vivir en libertad, ¿es imprescindible encontrar una identidad? 

— Sí, esto es lo que se nos dice. Todo el mundo tiene que tener una identidad. Pero, ¿por qué tenemos que asumir una necesariamente? En la mayoría de los casos es un atributo externo. Yo he encontrado un conocimiento sobre mí misma sin que nadie lo tenga que legitimar.

Lo ejemplifica cuando explica que de niña preguntaba a su abuela constantemente si era 100% judía.

— Sí. Cuando era pequeña se me hizo creer que no pertenecía a mi comunidad. Cuando hacía esta pregunta, quizás no quería ni oír que era 100% judía, sino que no lo era y que no tenía la necesidad de pertenecer ahí, que había otra opción.

Pasa por diferentes países y llega a Berlín. Primero se enamora de un descendente de una familia nazi, Markus. Lo describe como una puerta que le abre un mundo desconocido.

— Markus es la primera persona que conozco en el territorio de lengua germánica que no responde a mi existencia judía diciendo: "Mi familia estaba en la resistencia". Él presentó como un hecho que su abuelo era nazi. Supongo que intenté afrontar el miedo y el prejuicio que pensaba que me limitaban. Al final, llegué a comprender a las personas como individuos y no como parte de su sociedad.

¿Fue un punto de inflexión visitar el Museo del Holocausto de Berlín?

— Fue un día muy difícil para mí. Me sentí muy sola. Pero cuando volví a Estados Unidos vi que allá estaba todavía más sola. Era la única a quien le preocupaba el recuerdo, mientras que en Alemania a todo el mundo le preocupa la memoria. Compartía esto con los jóvenes alemanes.

Alemania era un país que tenía que odiar, pero es donde acaba encontrando su hogar. ¿El sentimiento de traición que siente en un inicio se desvanece después de su viaje a Israel?

— Me sentía culpable. En Israel comprendí que la respuesta judía al Holocausto, sea religiosa, secular o laica, fue de consanguinidad, identitaria total. Vi una sociedad homogénea, como en la que crecí. En Berlín, que es un lugar diverso, experimenté la primera esperanza de futuro. La respuesta no estaba en la homogeneidad. El futuro de Israel es una teocracia: los grupos religiosos tienen tantos hijos que dentro de poco los religiosos ortodoxos serán la mayoría.

En sus primeros viajes a Europa, ya se topa con antisemitismo, y el Foro Internacional sobre Memoria del Holocausto alertó esta semana de que crecía. ¿Le preocupa?

— No ha dejado de existir. Lo mejor es vivir en sociedades donde se vea claramente y se aborde con determinación. Es como un virus: se tiene que debilitar. 

¿Cómo se debilita?

— Con la educación, el intercambio de personas y comunidades, o terapias para gente que ha sido radicalizada. Cada persona, independientemente de donde sea, tiene que poder combatirlo.

¿El miedo inculcado por su comunidad ha desaparecido con los años?

— No, siempre tendré miedo. Tengo un trastorno de ansiedad. No se trata de eliminarla, sino de establecer una relación positiva con ella. Mi miedo no me para, viene conmigo, pero no me bloquea.

¿Ha recibido más amenazas de su comunidad?

— En Estados Unidos, recibía todo tipo de amenazas y más. Pero desde que me trasladé a Alemania, prácticamente ninguna. A los que quieren irse de la comunidad les digo: "Pon un océano entre ellos y tú". Funciona. Sé que les ha funcionado a otros también.

¿Hay más personas que han dado el paso?

— Miles. Se ha convertido en un movimiento. Los expertos estiman que el 10% de los ultraortodoxos de todo el mundo han abandonado sus comunidades. Cuando era una niña, se podían contar con los dedos de una mano. Es fruto de la revolución tecnológica. 

¿Y seguirá creciendo? 

— Sí. Pero también crecerán las personas que se unen a sectas radicales.

¿Continuará su vida en Berlín?

— Sí, de momento este es el plan. Mi hijo está estudiando y tiene que acabar. Estoy contenta: tengo a mi pareja, a un círculo de amigos maravilloso. Me encanta mi vida.

¿Lo escribirá?

— Sí. Estoy acabando una novela y más adelante escribiré otra historia de no-ficción, como se intuye al final del libro. Tres es mejor que dos.

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