Escribo estas líneas mientras de la pantalla me llegan voces de narración, voces de fuga y explosiones de los tanques rusos entrando en Kiev a sangre y fuego. Siento la misma impotencia que sentía mi padre escuchando por la BBC las noticias de la entrada de los tanques soviéticos, también a sangre y fuego, en Budapest el 4 de noviembre de 1956 para aplastar la revuelta democrática húngara. La misma impotencia que experimenté el 21 de agosto de 1968 contemplando indignado la entrada de los mismos tanques en Praga. El 56, el 68 y ahora mismo décimas de miles de personas huyen hacia las fronteras que los acogen. Y yo, como ahora y como el 68, y como mi padre el 56, me pregunto adónde vamos, qué puede pasar y cómo es que dejamos solos a tantos húngaros, tantos checos y eslovacos y ahora a tantos ucranianos.
¿Cómo es que los países occidentales defensores de los valores democráticos solo han puesto en marcha sanciones económicas que en algunos casos harán cosquillas a los agresores? Sé que una respuesta militar es de altísimo riesgo, pero entre la desazón por el peligro nuclear y las sanciones económicas, algunas de poca monta, ¿no hay acciones de fuerza efectivas que vayan más allá de la indiferencia –enmascarada de pragmatismo– y de la resignación? Los hemos dejado solos, me repito, mientras en las pantallas resuenan las voces: “¡Ayudadnos! Ayudad a Ucrania!”
Tengo la mirada fijada en las imágenes y a mi cabeza la atraviesan ideas que dejo pasar y otras que retengo. ¿Qué puede pasar en las próximas horas? ¿Que algunos oficiales ucranianos prorrusos hagan un golpe de estado contra el gobierno del presidente Zelenski? ¿Un cambio de régimen como les ha pedido Putin, a pesar de que el gobierno legítimo estaba dispuesto a negociar un alto el fuego, incluso a dar garantías de una Ucrania neutral como exige el Kremlin? ¿Debe de haber algún contacto secreto? ¿Quizás ninguno? ¿Y que harán, de Volodímir Zelenski y de su equipo, que han decidido quedarse en Kiev resistiendo? Mi cabeza vuelve al 56 y al 68, y veo las imágenes, los rostros del primer ministro húngaro, Imre Nagy, y del secretario general del PC checoslovaco, Alexander Dubcek, detenidos por oficiales rusos, y después encerrados y humillados. A Nagy lo colgaron.
¿Y si hay un cambio de gobierno en Ucrania e imponen un gobierno títere movido desde el Kremlin, será sostenible para Rusia hacer efectiva una ocupación de Ucrania, un país de 45 millones de habitantes, sin desplegar un régimen de terror y una represión desbocada, con encarcelamientos y torturas como tuvieron que soportar durante años Budapest y Praga?
¿Y qué puede pasar mientras tanto dentro de Rusia con los rusos? El 64%, o más, de apoyo que exhibe Putin está bastante mezclado: en su saco de votos se mezclan los de los fieles patriotas y los que lo aceptan a regañadientes, como mal menor que los salva de volver a los tiempos de miseria económica de la perestroika y del mandato de Yeltsin.
¿Soportará este sector de la sociedad rusa un Putin que parece haber deslizado hacia posiciones que podrían poner en peligro la aún frágil prosperidad conseguida por unas también frágiles clases medias? ¿Qué sienten y qué piensan, estos hombres y estas mujeres cuando ven que Putin amenaza a Finlandia y Suecia si osan acercarse a la OTAN? ¿Qué escalofrío les provocan las palabras de Putin acusando al gobierno ucraniano de “pandilla de neonazis y drogadictos” mientras el cuerpo y la cara del líder proyectan odio y resentimiento? Rigidez de apariencia y de facciones como nunca. Siempre he pensado que Putin es un Stalin posmoderno, de marco mental estructurado, frío e inteligente. Pero sus últimas escenificaciones expresan una mutación. Parece que estos últimos tiempos se ha aislado durante largos periodos de tiempo. El Putin de ahora me recuerda a la psicopatía de Hitler. Espero y deseo equivocarme. Por ahora, tengo la sensación que 1956, 1968 y también, terriblemente, 1939, se dejan ver este 2022. Un eterno retorno que repentinamente nos ha caído encima.