Aplicar la ley de amnistía

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La fachada del Tribunal Supremo en Madrid en una imagen de archivo.

Tras muchos meses de discusión y una tramitación procelosa, la ley de amnistía ya tiene abiertas las puertas del BOE. Es, sin duda, el final de un proceso difícil, pero también el inicio de otro nuevo. Porque las leyes, por muy cerradas que aparezcan y por muy bien escritas que estén no se aplican solas. Es necesario el acto de voluntad de un juez que lo ordene.

En principio, en una sociedad democrática estable y regular eso no debería ser un problema. La secuencia ordinaria es: el pueblo elige a unos representantes políticos. Los representantes que tienen la mayoría de votos redactan leyes. Los jueces las aplican. La sociedad cambia conforme a esas leyes. Sin embargo, en este caso no parece que vaya a ser tan fácil.

Tenemos indicios de sobra de que hay una gran parte de la magistratura dispuesta a boicotear la ley de amnistía. Se han encargado de decirlo los propios jueces. En noviembre multitud de órganos judiciales emitieron comunicados contra la idea misma de aprobar una amnistía que por aquel entonces aun no estaba ni redactada. Luego centenares de jueces vestidos con los atributos del poder judicial se manifestaron en las calles contra la ley. Al mismo tiempo asociaciones de jueces y magistrados tuiteros nos han inundado de discursos contra la amnistía (la de los catalanes, porque otras no son tan terribles) y su maldad intrínseca.

A la vista de estos antecedentes, no creo que nadie se sorprenda si jueces y magistrados encargados de aplicar la ley se resisten a hacerlo. Para ello disponen de multitud de opciones.

La más evidente es interpretar las prescripciones de la ley. Los jueces tienen que decidir caso por caso si una persona está o no incluida en el ámbito de aplicación de la ley y ahí tienen margen para entender si se dan o no las condiciones. Por ejemplo, la ley de amnistía dice que solo se amnistían los delitos de malversación si no ha habido propósito de enriquecimiento. Los jueces pueden entender que algunos de los encausados sí buscaban un beneficio personal de carácter patrimonial y por tanto no deben ser amnistiados. Puestos a imaginar, quizás algún juez podría incluso argumentar -por ejemplo- que alguno de los delitos cometidos en el marco del proceso independentista tuvo motivaciones de odio en razón de las creencias del perjudicado y por tanto tampoco es amnistiable.

El segundo mecanismo a su disposición es el de lo que se conoce como dudas prejudiciales. Una vez que hayan terminado las actuaciones en los casos en los que ellos consideren que sí es aplicable la ley pueden suspender el procedimiento para preguntar si la ley es conforme a la Constitución o al ordenamiento europeo. En el primer caso preguntan al Tribunal Constitucional. En el segundo al Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Esta opción implica, como mínimo, retrasar la aplicación de la ley. Ni el Tribunal Constitucional ni el de Luxemburgo tienen delimitado el tiempo del que disponen para resolver sus asuntos. De ese modo, incluso aunque alguna de las dudas fuera claramente injustificada e incluso inadmisible, es difícil imaginar que vayan a resolverse en menos de un año, en el mejor de los casos. Si uno de esos dos tribunales decidiese que algún aspecto de la ley, o incluso la ley entera, es inconstitucional o contrario al derecho europeo, pues no llegaría a aplicarse nunca. Si por el contrario las dudas son desestimadas, los jueces no tendrían más remedio que aplicar la ley, aunque en ese tiempo muchas cosas pueden haber cambiado.

Técnicamente la duda prejudicial o la cuestión de inconstitucionalidad solo proceden cuando el juez, individualmente, tenga dudas sobre la legitimidad del artículo concreto de la ley que tenga que aplicar. Sin embargo, en las listas de correo de los magistrados están ya circulando modelos de escrito para presentarlas, por lo que es posible aventurar que en esta ocasión no será estrictamente una decisión individual en todos los casos.

Más allá, en contra de lo que insinúan algunos jueces, no es verdad que puedan limitarse a inaplicar la ley aduciendo que es contraria al derecho europeo. Ya en 2019 el Tribunal Constitucional declaró que solo cabe hacer eso cuando la contradicción entre la norma española y la europea es tan evidente que no plantea ninguna duda o cuando es una cuestión ya aclarada por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Nada de esto sucede con la ley de amnistía y negarse a aplicarla sin plantear cuestión prejudicial supondría vulnerar el derecho a la tutela judicial efectiva y desobedecer al sistema de Fuentes del ordenamiento jurídico. Esperemos que ningún juez dé un paso tan poco meditado.

Finalmente, la justicia deseosa de boicotear la ley que ha aprobado el parlamento tiene otra posibilidad más extrema que es acusar a los más destacados beneficiarios de la ley de delitos que no son amnistiables como el de terrorismo o el homicidio. Evidentemente, no es algo que puedan hacer con la intención expresa de rebelarse frente al parlamento, pero nada impide que “casualmente” un juez vea de pronto que el delito de terrorismo debe ser interpretado de una manera diferente a la habitual y caiga en la cuenta de que los hechos que tiene ante sus ojos desde hace años calificados de desórdenes son en verdad terribles actos terroristas.

En términos democráticos tener que estar escribiendo este artículo es la mayor derrota imaginable del Estado de derecho. La percepción de que los jueces son actores políticos y por motivos ideológicos pueden querer impedir la aplicación de una norma aprobada por el parlamento es demoledora porque implica que la confianza de la sociedad en la justicia está gravemente dañada. En los próximos dos meses veremos si es una percepción equivocada o son los propios magistrados los que se han puesto en una situación inadmisible.

Joaquín Urías es exletrado del Tribunal Constitucional
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