

Hace unos días una profesional de nombre Anna explicó en la red LinkedIn una experiencia recientemente vivida. Quería compartirla porque le había impactado bastante. Una persona muy cercana, que la quería bien, le hizo pensar intensamente. Anna atraviesa un momento personal difícil, pero "humano, normal y cotidiano", según sus palabras. La persona cercana le pedía que fuera a ver a su médico para que le pautara un tratamiento. "¿Un tratamiento?", se extrañó Anna. "Sí, para la depresión o la ansiedad o lo que sea que tengas". Y su respuesta fue clara y directa. "Ni padezco depresión ni ansiedad. Experimento tristeza a ratos por el luto que vivo, por lo que ya no es, ni nunca será". Contaba entonces cómo le había sorprendido tener que arreglar con un tratamiento farmacológico, una pastilla, cualquier emoción que, simplemente, tenía que vivir y dejar pasar. Concluía que es un error cada vez más frecuente en una sociedad en la que es más fácil anestesiar el síntoma que abordar el origen.
El hecho es que Anna tenía toda la razón. Estamos consumiendo pastillas para resistir lo cotidiano, para superar un duelo, dejar atrás la tristeza de un divorcio, olvidar las expectativas frustradas o enfrentarnos a aspectos difíciles de la vida o de nuestra propia personalidad. La pregunta es si esta es la respuesta adecuada a las situaciones que la provocan. Analizar el perfil de quien se medica nos acerca ya a algunas primeras causas: encontramos sobre todo mujeres, jóvenes o mayores; un 42% entre las personas en paro (también mujeres, mayoritariamente), y un 24% entre quienes se dedican exclusivamente a las tareas del hogar (mujeres, mayoritariamente), según la Encuesta Nacional de Salud. Vemos claramente el impacto de las condiciones socioeconómicas sobre el malestar de la población femenina.
El hecho es que las mujeres catalanas sufren el doble que los hombres trastornos mentales de ansiedad y depresión, en concreto un 32% frente a un 16%. Factores biológicos sumados a las condiciones de desigualdad que sufren forman un cóctel imbatible.
Yo misma participé como investigadora en un estudio realizado en empresas radicadas en Catalunya, y en todas ellas las mujeres expresaban sistemáticamente un nivel de satisfacción inferior al masculino, independientemente del puesto que ocuparan en la compañía. Tanto si analizábamos a una recepcionista como si se trataba de una directiva, su nivel de satisfacción fue siempre inferior al de su homólogo masculino. Es difícil no sentir ansiedad cuando se cobra menos, cuando apenas existen medidas para la conciliación de la vida personal y laboral o cuando hay tantos obstáculos para progresar en la carrera profesional.
Para paliar ese malestar emocional generalizado utilizamos hipnóticos, sedantes, ansiolíticos. En un estudio realizado con pacientes de Baleares, Catalunya y la Comunidad Valenciana se detectó que el 75% de quienes utilizaban medicación ante el malestar emocional eran mujeres.
Lo grave es que no solo se medica la población adulta. Según la encuesta sobre el uso de drogas en enseñanzas secundarias en España, los tranquilizantes ya figuran como la cuarta droga de mayor consumo entre adolescentes. Detectaron un uso superior entre las chicas: el 24% de ellas habían ingerido ansiolíticos o somníferos alguna vez, frente a un 15% de los chicos. Y la edad, con la madurez que supuestamente conlleva, no parece una solución, ya que los datos muestran que el consumo crece a medida que se cumplen años.
Es comprensible sentir ansiedad cuando el estereotipo que se espera de una mujer es tan rígido e inalcanzable, una superwoman siempre perfecta y al servicio de todos. Las redes sociales mostrando imágenes de cuerpos imposibles y deseables pueden estar en el origen del incremento de esta medicación entre las adolescentes. Para las adultas se han detectado más de 200 mensajes diarios sobre operaciones estéticas. El imperativo social de belleza y juventud socava la autoestima de las mujeres y las condena a una insatisfacción permanente consigo mismas.
El feminismo no puede pasar por alto esta situación limitante de nuestro bienestar y salud. Tiene que formar parte de nuestras preocupaciones y de nuestros trabajos, ya que es una muestra estremecedora y a menudo silenciada de discriminación femenina. Contra esa peligrosa espiral del malestar, el mejor antídoto es la sororidad, la convivencia comunitaria, la amistad y las auténticas políticas de igualdad.