En el año 1987 Convergència i Unió, en el marco de la aprobación de las leyes de ordenación territorial en el Parlament, abolió la Corporación Metropolitana de Barcelona. El enojo de Pasqual Maragall fue mayúsculo. El alcalde, que pretendía transformar la estructura franquista en un gobierno metropolitano, pidió a la ejecutiva del PSC llevar las leyes de ordenación al Tribunal Constitucional. Se quedó solo, con su hermano defendiéndolo.
Aunque Maragall interpretó que la negativa del partido escondía el recelo de los alcaldes metropolitanos a quedar bajo un paraguas capitaneado por Barcelona, la ejecutiva le argumentó la negativa viajante a 1934. Recurrir una ley de otro partido en la cámara evocaba lo que había hecho la Liga Catalana cuando había llevado la ley de contratos de cultivo del gobierno de Lluís Companys al Tribunal de Garantías Constitucionales porque consideraba que se excedía en sus competencias. El recurso fue la chispa del camino que llevó a los Hechos de Octubre.
Treinta años después, el PSC ha actuado de manera similar y, en vez de impugnar el decreto que posponía las elecciones, ha dejado que lo hicieran otros. También ha dado las instrucciones pertinentes para que nuevas voces no se añadieran al ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, diciendo que el aplazamiento era “suspender la democracia”. De hecho, en octubre de 2017 el ex presidente de la Generalitat José Montilla, con memoria y sentido institucional, ya prefirió ausentarse del Senado para no votar la aplicación del artículo 155, que –al margen de ideologías– muchos juristas encontraron de aplicación inadecuada, si bien el PSC lo avaló en las Cortes un mes después.
Y es que un rasgo característico del catalanismo y del independentismo es su componente reactivo. Nada moviliza más a su electorado que percibirse monitorizado por Madrid. En las motivaciones del proceso independentista este factor emocional y la negativa a aceptar el Parlament como una cámara sometida a las leyes estatales está presente de manera clara. Es por eso que mientras los unos se desgañitan diciendo que votaremos el 14-F porque los jueces catalanes y las conspiraciones de estado nos obligan, los otros intentan no despertar a la bestia y tocan el violín.
El episodio de la Corporación Metropolitana, sin embargo, tiene un segundo componente que ilumina el presente. El profesor de la UOC Joan Fuster Sobrepere, que lo recoge en Pasqual Maragall. Pensament i acció (2017), lo fija como punto de partida de la desconfianza del alcalde hacia su partido. El político –reivindicado en su reciente 80º aniversario incluso por aquellos que se dedicaron a hundirle el gobierno de la Generalitat sin darle ninguna oportunidad– tenía, como es consabido, aversión al aparato de su partido. Un PSC que, si bien tiene memoria por el aspecto anterior, no ha interiorizado esta faceta margallista.
Durante meses Miquel Iceta coció una estrategia para hacer volver a las urnas aquellos 300.00 votantes liberales —muchos en la órbita de Unió Democràtica de Catalunya— que se dice que han quedado huérfanos de representación. Esto pasaba, como explicamos aquí ("L'estrategia del no independentisme", 27 de julio de 2019), para contribuir desde fuera a hacer que por la derecha se presentara a los comicios una alianza de siglas que se querían disputar este espacio —Lliures, Lliga Democràtica, Convergentes y quizás el Partit Nacionalista de Catalunya, que se mueve entre dos aguas.
Esta amalgama de partidos formada por recién llegados, francotiradores políticos y ex políticos fue incapaz de articular una única marca con opciones de entrar en la cámara y optaron por no presentarse, como constataba la presidenta de la Lliga, Astrid Barrio, al Periódico el 23 de enero. A continuación, como muy bien explicaron dos días después en el ARA Anna Mascaró y Marc Toro, Iceta intentó constituir con ellos Compromís per Catalunya, una versión actualizada de Ciutadans pel Canvi.
La negativa de los grupos a diluirse, el recambio de Iceta por el secretario de organización —un cargo nada banal— Salvador Illa y la reticencia interna del PSC lo impidieron. En un rasgo común a otras formaciones, el militante socialista tiene tanto miedo que le quiten el sitio que bloquea cualquier iniciativa para atraer perfiles competentes y ajenos, como sí que había pasado en las postrimerías de los años setenta e inicios de los ochenta cuando el partido se estructuraba. La incorporación al PSC del mentor de Illa, el tarradellista Romà Planas —que pocos meses antes de morir, en 1995, se permitía decir que el partido todavía no había "vencido su sucursalisme”—, es un ejemplo.
Los cien mil (en este caso, trescientos mil) hijos liberales de San Luís, pues, continuarán huérfanos o tendrán que dar un voto útil al PSC. Y aceptar que la participación de Units per Avançar en las listas socialistas les dará voz, más allá de garantizar el acta a Ramon Espadaler. Pasqual Maragall aprendió que la hermética de los partidos limita el atractivo y fue más allá del perímetro estricto del suyo para gobernar. El 14-F veremos si la rigidez del aparato socialista limitará las opciones del candidato Illa.
Joan Esculies es escritor e historiador