Cuesta decir si la proliferación de candidaturas independentistas es un mundo que muere o una esperanza que nace. Este incremento es una tendencia epocal en Occidente: para las próximas elecciones al Parlamento Europeo se habla mucho del auge de la extrema derecha, pero no tanto de la guerra encarnizada entre facciones que puede hacerla ingobernable. Es una división casi perfecta entre las fuerzas que han tocado poder en los respectivos países y se han moderado –Giorgia Meloni como caso paradigmático– y los grupos que nunca han gobernado y mantienen su radicalismo retórico –como Alternativa para Alemania– . Ambos partidos coincidieron la semana pasada en Roma en una convención de la extrema derecha en la que se escenificaron durísimas disputas, desde la postura con Rusia y Ucrania hasta la conveniencia de apoyar o no a Ursula von der Leyen. Los partidos se multiplican y la pregunta es si esa multiplicación de voces corresponde a una multiplicación de propuestas genuinas o algo más oscuro.
Según el biólogo Peter Turchin, tenemos mala pieza en el telar. Turchin es biólogo porque se dedicó a estudiar con métodos cuantitativos como las poblaciones de animales se reproducen y se extinguen, hasta que, un buen día, intentó aplicar lo aprendido en las poblaciones humanas y se rebautizó como colapsólogo. Su idea es que la historia puede parecerse más a una ciencia que a un arte, y que los ciclos de crecimiento y declive de las sociedades siguen lógicas observables, repetitivas y previsibles. Es una vieja intuición que en Cataluña conocemos por Alexandre Deulofeu y su legendaria “matemática de la historia” (que predice la independencia de Catalunya para 2029), pero que por primera vez se puede estudiar con la ayuda de ordenadores para procesar las cantidades ingentes de datos.
Pues bien: para Turchin, uno de los indicadores más fiables de que un grupo humano va de derecho al precipicio es la sobreproducción de élites. A medida que el capitalismo concentra la riqueza y el poder en sectores cada vez más reducidos, la sociedad produce un mayor número de élites de las que es capaz de absorber. Entre los ricos y proletarios prolifera un estamento formado por profesores universitarios, profesionales de los medios de comunicación, abogados, trabajadores de ONGs, activistas, burócratas y, efectivamente, políticos. La gracia es que, al igual que los vaivenes del mercado dejan en la estacada a los trabajadores para quienes no hay demanda, también es posible que se cree una “intelectualidad lumpen” sin ninguna función productiva. La diferencia es que los primeros no tienen capital para financiar la salida de su frustración con aventuras extravagantes, pero, a la hora de la verdad, la existencia de subclases económicamente superfluas siempre desestabiliza al sistema. Es como un juego de las sillas en el que siempre existe el mismo número de truenos pero cada vez más participantes.
La novedad de nuestros tiempos es que, en vez de guerras civiles violentas, de momento estamos viendo guerras culturales. Tanto a la derecha como a la izquierda, el encogimiento de la tarta a repartir ha obligado a todo el mundo a ser más creativo verbalmente. Una población hipereducada cada vez más redundante y precaria se ve obligada a producir y reproducir discursos que sirvan para conseguir un cargo dentro del partido, una cátedra o una columna en los periódicos. Cuando las cosas van bien, esta conversación debería reflejar un cierto consenso sobre los valores de la sociedad y un cierto compromiso con la crítica constructiva. El problema es cuando la realidad material empeora y los discursos se convierten en un instrumento cínico para conseguir el último tíquet para el arca de Noé de las instituciones.
En la mayoría de casos, los ciclos son inevitables y el caos social estalla. Turchin explica cómo la combinación de desigualdad económica y sobreproducción de élites acabaron con la crisis de Francia en la edad medieval, la rebelión de Taiping en China y la guerra civil americana. Pero el historiador también examina cómo Gran Bretaña escapó de la revolución con la ley de reforma de 1832, y cómo las élites estadounidenses evitaron la catástrofe después de la Gran Depresión. La clave sería la emergencia de élites "prosociales" que cedan activamente su riqueza a través de los impuestos. Cuando se introdujo, la tasa máxima sobre las fortunas en Estados Unidos era del 7%, y después de la Segunda Guerra Mundial, se llegó a mantener por encima del 90%.
Todo va que cae y hay una cacofonía de voces que prometen cambiar las cosas. de llevar a cabo las transformaciones que necesitamos, se impone la sensación de ser títeres en manos de fuerzas históricas demasiado grandes para contrarrestarlas. Y nadie tiene el truco mágico para distinguir entre vendedores de humo y reformadores genuinos, pero la macrohistoria de la que disponemos hoy indica que los problemas que nos atormentan no son nuevos y que conocemos soluciones que han funcionado en el pasado. Esta vez, si caemos será más por una pulsión autodestructiva que por impotencia o por ignorancia.