Nunca he creído que una Catalunya independiente tuviera que inspirarse en el modelo de la Bielorrusia de Lukaixenko, en la desaparecida Albania de Enver Hoxha ni en la Venezuela de Chávez y Maduro, sino más bien en Dinamarca, Finlandia o Estonia (¡lástima que carezcamos de su tradición y ética luteranas!). En consecuencia, tampoco he visto nunca al empresariado como una clase parasitaria que tenga que ser combatida y expropiada, sino como un elemento clave de la creación de riqueza y prosperidad, aquí y en cualquier país del mundo.
Sin discutir el derecho a la manifestación y a la protesta, siempre he creído que la violencia de calle, el vandalismo y los saqueos, lejos de ser el presagio de ningún grand soir anticapitalista y revolucionario, son principalmente iniciativa de agitadores profesionales (aquellos que en Francia se denominan casseurs) y de aquello otro que en lenguaje clásico se llamaba lumpen; parece que las últimas investigaciones de los Mossos más bien confirman esta impresión. En consecuencia, entiendo perfectamente y comparto el malestar y la indignación de tenderos y patronales ante las escenas de devastación vistas en el Passeig de Gràcia o en las Ramblas algunas noches atrás. Y me parece alucinante que, en el contexto de aquellos disturbios, haya actores políticos que planteen la disolución de la Brimo; tan alucinante como si, en plena oleada de incendios forestales, se sugiriera la disolución del cuerpo de Bomberos.
He escrito este largo preámbulo para dejar claro que las recientes intervenciones en el debate post 14-F de plataformas empresariales o asimilables (la última nota del Cercle d'Economia, los comunicados de las cámaras de comercio, el acto impulsado por Foment del Treball el pasado jueves en la Estació del Nord...) me parecen perfectamente legítimas y comprensibles, más todavía ante la funesta combinación entre crisis y restricciones pandémicas, gobierno en funciones desde hace muchos meses y, para postre, dos semanas de episodios vandálicos en la calle. De hecho, para desear un gobierno de la Generalitat fuerte y cohesionado que nos saque de la parálisis política no hay que ser empresario; son incontables los ciudadanos de toda condición que lo anhelan, incluidos muchos independentistas.
Ahora bien, si “centrémonos en la recuperación”, si “trabajar para recuperar el prestigio reputacional de Catalunya” -son demandas extraídas del manifiesto leído en el acto del jueves- quiere decir que el empresariado reclama al futuro gobierno catalán que se olvide del Procés y de la autodeterminación, que vuelva al autonomismo anterior e incluso al Estatut de 2006, esto no solo significaría exigirle que traicione el mandato democrático del pasado 14 de febrero; comportaría creer que las agujas del reloj de la historia se pueden mover hacia atrás. Y no...
La “lealtad institucional” que el señor Josep Sánchez Llibre reclamaba al próximo gobierno de la Generalitat tiene que ser -y él lo sabe bien, después de un cuarto de siglo en la primera línea política- bidireccional. Y no parece que tener la famosa “mesa de diálogo”, extraída con fórceps de la investidura, paralizada durante más de un año sea muy “leal”.
Es evidente que una salida negociada del litigio catalán, ni siquiera una distensión entre Barcelona y Madrid, no puede esperar nada de determinados empresarios catalanes. Hablo de personajes convertidos desde hace años en activistas -por no decir hooligans- del españolismo más agresivo e intratable, como por ejemplo José Luis Bonet, Susana Gallardo o Jaime Malet; este último, cercano a Societat Civil Catalana, padrino de Manuel Valls y, según acabamos de saber, colaborador del incalificable Josep Maria Bartomeu en los trapicheos del Barçagate.
Pero se trata de una muy pequeña minoría. La gran mayoría -aquellos a los que Napoleón Valls tildó despectivamente de cobardes- han mantenido un perfil bajo. Por prudencia, sin duda; pero también, en muchos casos, porque son perfectamente conscientes de la base de agravios reales que ha alimentado y alimenta la reivindicación de la independencia, aunque ellos la consideren perjudicial.
Y bien, algunas de estas personas influyentes, de aquellos nombres que en octubre de 2017 atendieron las demandas del Madrid oficial y trasladaron las sedes de sus empresas fuera de Catalunya, ¿no podrían ahora, después del acto de la Estació del Nord, presionar también un poco al poder estatal? No, no con una simétrica concentración de próceres en el invernadero de la Estación de Atocha. Pienso más bien en gestiones discretas pero firmes con la Moncloa como destinataria. ¿No contribuiría a distender el clima que la Fiscalía dejara de maniobrar contra el indulto y los beneficios penitenciarios de los presos políticos? ¿Que Pedro Sánchez fijara una fecha para la segunda reunión de la mesa de diálogo? ¿Que se parase la cascada de incriminaciones contra la mesa del Parlament, contra alcaldes, activistas, etcétera?
Si esto no pasa, tendremos que concluir que presionar, conminar y exigir a la Generalitat es barato, porque esta apenas tiene poder. En cambio, ¿qué empresario es el guapo que se quiere indisponer con aquellos que redactan cada día el Boletín Oficial del Estado? En el fondo de todo, la cuestión catalano-española es esta.
Joan B. Culla es historiador.