Carles Puigdemont en una entrevista por el ARA  a Waterloo
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Ha sido el pequeño pero ruidoso escándalo político-mediático de la semana pasada: que el vicepresidente Pablo Iglesias, en una entrevista televisiva, considerara al president Puigdemont un exiliado, y estableciera algún tipo de analogía entre él y los republicanos que, a finales de la Guerra Civil o después, se expatriaron huyendo del franquismo. 

Considerando la fobia que la presencia de Podemos en el consejo de ministros despierta entre los guardianes del establishment, las palabras del líder morado han suscitado una indignación tan previsible como impostada e hipócrita: “Banaliza el exilio republicano”, “Reescribe la historia”, “Tiene que pedir perdón al republicanismo español”... Que en esta coral de vestales escandalizadas participara Vox –los herederos sociales e ideológicos de Franco... y presuntos aliados parlamentarios de Salvador Illa– da la medida de la sinceridad y el rigor moral de las críticas hechas desde la política y el periodismo partidistas.

Pero es muy posible que haya habido personas honestamente enfadadas (no hablo de Eva Granados, ni de Inés Arrimadas, ni de Jorge Buxadé, ni de la marquesa Cayetana...) ante la consideración de Puigdemont y sus compañeros como exiliados; y seguramente por dos motivos diferentes, el primero de los cuales es que de una “democracia madura”, de un “estado de derecho” como la España actual, nadie se tiene que exiliar. 

No estamos bajo una dictadura, es evidente. Pero por algo será que, en los países de nuestro entorno, los delitos de rebelión y de sedición sin violencia ni armas no existen, ¿verdad? Y quizás esto tiene algo a ver con el fracaso de todas las peticiones de extradición presentadas por España hasta hoy contra los políticos catalanes... No hay que hacer comparaciones con el franquismo para constatar que, a la altura del 2021, el sistema democrático español está seriamente carcomido en materias tan importantes como la separación de poderes, la neutralidad política del vértice del poder judicial, el carácter democrático y apolítico de las fuerzas armadas –la orden dictada hace quince días por la ministra Robles es bastante expresiva– o la cultura y la praxis de los cuerpos policiales, que quedaron muy bien ilustradas por los casos Tamara y Adri, o por las actuaciones de personajes como Baena o Pérez de los Cobos.

Con todo, hay otra razón por la cual a gente de buena fe le ha podido doler que se ponga en una misma categoría a Puigdemont y el exilio republicano, y es la cuestión del sufrimiento físico y las penurias materiales. Claro, si identificas el exilio del 1939 exclusivamente con la playa de Argelers, y después piensas en la casa de Waterloo... Aun así, sin minimizar el drama de los vencidos de la Guerra Civil recluidos por Francia en los campos del Rosselló, la realidad de ese exilio fue bastante más compleja, y hacerlo sinónimo de miseria e intemperies denota ignorancia o demagogia.

De hecho, esto último se puede decir de todos los exilios políticos de la España contemporánea, que no fueron pocos. Vencidos en las sucesivas guerras carlines, los pretendientes Carlos V o Carlos VII vivían en palacios o castillos de la Europa central, rodeados de servicio, y el general Cabrera en una mansión rural inglesa, y nadie les discutía la condición de exiliados. Cuando Macià preparaba el complot de Prats de Molló, en 1926, arrendó a la villa del Vallespir el confortable chalé Vil·la Denise; y una vez juzgado en París y expulsado a Bélgica, se instaló en Bruselas en un buen hotel. Su encarcelamiento en La Santé había durado pocos meses, algo más que el de Puigdemont en Neumünster; suficientes, en todo caso, para acreditarlo como un perseguido político y un luchador por la libertad. 

Pero centrémonos en el gran exilio del 1939. Sí, las imágenes de la retirada son sobrecogedoras; aun así, ni Manuel Azaña, ni Indalecio Prieto, ni Juan Negrín, ni el lehendakari Aguirre, ni el president Companys pasaron por aquellas penalidades. Cuando fue detenido por la Feldgendarmerie alemana en agosto de 1940, Companys residía en un chalé alquilado en la localidad de veraneo de La Baule, no debajo de un puente. Otros exiliados que consiguieron salir de Europa tuvieron mucha más suerte. Por ejemplo, Josep Andreu i Abelló hizo una fortuna en Tánger a lo largo de los años 1950, cosa que no palideció su prestigio cuando volvió a Barcelona en 1964, ni obstaculizó que fuera uno de los fundadores del PSC. Joan Casanelles –de quien tuve el honor de ser amigo y biógrafo– había creado un banco en México, y después vivió en Francia como un pequeño aristócrata; también él acabó en el PSC. 

La condición de exiliado no es una categoría social o económica, sino una situación política y jurídica. Conlleva que has tenido que abandonar tu país por razones políticas (las autoridades dicen que por haber transgredido la ley, y lo dicen en 1880, en 1925, en 1939 o en 2021) y que, si volvieras, irías a la prisión. Regatearles el título a Carles Puigdemont y los ex consellers no es una injusticia; es una estupidez.

Joan B. Culla es historiador

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