Del fracaso de Podemos al fin del ciclo progresista
El resultado de las elecciones no deja lugar a dudas: el panorama institucional está virando hacia la derecha y las primeras encuestas pronostican ya la próxima victoria del PP en las generales de julio. Es cierto que el PSOE aguanta –solo ha perdido cuatrocientos mil votos-, pero para repetir en el gobierno no solo tendría que mejorar resultados, depende también de lo que suceda con los partidos a su izquierda. Sumar, la nueva confluencia de actores, todavía es una completa incógnita enfrentada con la aceleración súbita de los tiempos electorales. Podemos además se ha desplomado. Ha perdido la inmensa mayoría de su poder territorial, pasando de 47 diputados autonómicos a 14 y se enfrenta a su casi desaparición de los parlamentos de Madrid, Castilla-La Mancha, Canarias, Valencia y Cantabria. En los medios de izquierdas se echa la culpa a la “falta de unidad” como si algo así importase más allá de Twitter. Pero la desunión no explica la alta abstención localizada sobre todo en distritos de renta baja de las ciudades donde se supone que residen segmentos sociales importantes para esta formación. Parte de este electorado sí se activó durante el surgimiento de estos nuevos partidos en el 2014 al calor de la energía política desplegada por el 15 M y las nuevas organizaciones de base que se crearon. Hoy, cerrada esa oportunidad, la desafección política sigue en aumento y como consecuencia, el clima resulta más favorable a las derechas, incluyendo a las postfascistas.
¿Qué ha sucedido? A finales del 2019, Podemos estaba en crisis, aunque había llegado a tener cinco millones de votos, en cada nueva elección iba perdiendo apoyos de manera evidente. La guerra interna había dejado un partido compuesto por un puñado de cargos y sus asesores, sin estructura de base y sin articulación posible con la sociedad organizada: un cascarón vacío entregado a los argumentarios y la batalla por el relato. Vieron su salvación en la entrada en el gobierno –mediante la coalición Unidas Podemos–, justificada con el discurso de demostrar “su utilidad”. El partido de la protesta se convertía en partido de poder. Pero a la luz de los resultados obtenidos en las recientes elecciones, no parece haber convencido a su electorado de que sus renuncias programáticas y su empeño por conseguir ministerios estaban justificados.
Detrás quedan estos años de batalla sin cuartel con su socio de gobierno, su empeño en la guerra cultural y en discursos tácticos que oscilan según el clima mediático. Todo acompañado, además, de un escenario complejo de crisis superpuestas, con subidas de la energía disparadas, una inflación que castiga a los de menos ingresos y con otra de vivienda ya perenne. El programa reformista tampoco parece haber resultado suficientemente creíble y algunas de las leyes que se venden como conquistas, como la reforma laboral o de las pensiones aportaron tímidos avances y, en lo fundamental, se limitaron a solidificar algunos de los retrocesos que impusieron los últimos gobiernos del PP.
Hoy, las luchas sociales que dieron sentido a Podemos y los nuevos partidos, y que inauguraron la oportunidad política de “asaltar los cielos” tampoco se encuentran en un momento álgido de movilización, aunque constituyen la única posibilidad efectiva de frenar la derechización social que asoma en los contextos de crisis. El frente popular es efectivo si es por abajo y más allá de los partidos.
Nos encontramos pues en un escenario que parece alumbrar el fin del ciclo progresista. El PSOE depende de los buenos resultados de Sumar para poder reeditar gobierno. Pero el reto más importante del enésimo intento de refundación de las izquierdas no es la unidad, sino movilizar la abstención, ensanchar el nicho de las izquierdas. De no hacerlo, podría quedar todo en una competencia con el PSOE por disputarse el mismo electorado, con dos proyectos que empiezan a parecerse demasiado. No lo tiene fácil. No será suficiente con una lideresa trendy, o con una nueva ronda de marketing y disputa por el relato a semejanza del último Podemos. Para los partidos no conectados con los poderes económicos que dicen representar a los de abajo, las respuestas tienen más que ver con cómo volver a articular una política popular más ajustada a la composición de barrios y pueblos conformados por poblaciones precarias, mestizas y desafectas a la política. Es decir, con la capacidad de construir organización y un proyecto estable que solo será posible a medio-largo plazo. Hoy por hoy, y aunque se consiga volver a gobernar, es la única posibilidad de superar la crisis de las izquierdas, pero no sabemos si esto forma parte de la propuesta.