Un puente en construcción.
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Últimamente nos hemos visto obligados a familiarizarnos con mistificacions políticas como la de Eurasia, que en el fondo de los fondos es la base legitimadora de la delincuencia que ahora mismo está desestabilizando el mundo. La semana pasada me refería a su profeta, Aleksandr Duguin. Hace veinte años el término clave era, entre otros, Umma, que la delincuencia amparada entonces en el opio y el petróleo utilizaba como coartada para llevar a cabo el mismo objetivo. ¿Cómo podía ser que un pequeño grupo de fanáticos que se había apropiado ilícitamente de la titularidad de una creencia religiosa amenazara el mundo? A pesar del riesgo de pecar de excéntrico, pienso que entonces convenía, y actualmente continúa conviniendo, formular otra pregunta: ¿qué es Occidente? (o, mejor dicho, ¿qué es hoy en día Occidente?). También creo, retrospectivamente, que hace veinte años resultaba mucho más perentorio preguntarnos por qué se construyó Manhattan que no por qué alguien lo quiso destruir el 11 de septiembre de 2001. El islam es una religión y también una respetable manera de vivir. El "mundo ruso" también es una realidad lingüística e histórica igualmente digna que ahora se juega su futuro.

¿Y Occidente? No es ni una religión ni una manera de vivir prefijada o tipificada. ¿Qué es, pues? El injerto, problemático y a la vez fructífero, de la tradición grecolatina y de la judeocristiana. Hoy en día no constituye un conjunto de normas, sino precisamente la rayita mental que distingue dos tipos: las públicas y las privadas. En las democracias occidentales modernas la gente es libre de vestirse como quiera, de comer lo que más le apetezca, etc. (porque esto pertenece a la esfera privada); pero tiene que respetar una serie de reglas relacionadas con cosas tan diversas como la conducción de los vehículos o la salubridad de los restaurantes (porque esto pertenece a la esfera pública). En caso de conflicto entre las dos esferas solo hay un referente posible: la ley común a todos los ciudadanos con independencia de su orientación sexual, su religión, sus creencias, etc. La verdadera identidad de las democracias liberales actuales radica justamente en aquella distinción y en este único referente común. El resto –la manera de vestir, de comer o de rezar– es del todo accesoria. He remarcado la palabra hoy en día porque, obviamente, las cosas no siempre han sido así. Ni siquiera lo son ahora mismo: nos estamos refiriendo a la idea que guía un proyecto, no a una realidad muy precariamente consolidada, como podemos ver en la Hungría de Orbán. Del injerto entre la tradición grecolatina y la judeocristiana han salido cosas muy buenas y cosas muy malas, y el populismo homófobo y xenófobo pertenece a las segundas.

Es bien cierto que el islam o una cierta idea deseuropeizada de Rusia han sido malintencionadamente esquematizados por muchos occidentales. También es evidente, sin embargo, que la cultura occidental ha sido distorsionada por muchos musulmanes o por muchos seguidores de Vladímir Putin. Quizás tendríamos que empezar por aquí, por este caldo espeso de caricaturas cruzadas. Analicemos la más reciente. Para muchos rusos que solo se informan a través de la televisión pública, lo que queda de las poblaciones vecinas a Kiev representaba el expansionismo de la OTAN y la acción de los nazis-judíos como Zelenski. Esta es la fantasiosa razón de la destrucción. Hace veinte años, los terroristas que hicieron caer las Torres Gemelas decían, en un contexto mental diferente, una cosa parecida. Pero resulta que Manhattan no fue edificada por depredadores capitalistas, sino precisamente por paupérrimos inmigrantes de todo el mundo –muchos de origen ruso– que huían de sus respectivos sátrapas locales, fueran del color que fueran. La identidad de quienes lo construyeron se está discutiendo estos días también a las afueras de Kiev. Sea cual sea, no creo que aporte ningún elemento significativo en el debate. Porque el debate no se tendría que basar en preguntas tan rotundas y agresivas cómo quién son o qué son, sino con interrogaciones tan introspectivas como quién somos o qué somos. Al fin y al cabo, la única cuestión necesaria para seguir adelante con una cierta coherencia es esta, tanto da si formulada en Kiev, en Kabul o en Manhattan. Observarnos mutuamente a través de oscuros espejos etnográficos o de perspectivas históricas acomodaticias es una manera como otra de perder el tiempo. Cuando todos –en Kabul, en Moscú, en Kiev, en Pekín– hayamos decidido si vale la pena descartar o bien mantener los respectivos proyectos colectivos que guían nuestras vidas, cuando tengamos claro qué somos y qué queremos ser, entonces quizás podremos empezar a determinar qué hay que hacer o dejar de hacer para defenderlos. Esto tiene un precio, por supuesto, y suele ser alto.

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