Por si acaso algún despistado aún tenía dudas, las elecciones de mayo certificaron, de forma incontestable, el cierre del ciclo político del Procés. Ha sido un ciclo ciertamente excepcional: más de una década de ebullición política que por primera vez ha llevado al independentismo explícito desde los márgenes a la centralidad política en Catalunya. El independentismo ha tenido momentos brillantes, en estos años, y otros que no lo han sido tanto –por decirlo de alguna manera–. De los años del Procés cada uno tendrá su balance, pero esto ya tiene hoy una importancia relativa, porque el momento es otro.
Aunque sería ingenuo cantarle las absueltas al independentismo, porque en estos años han cambiado muchas cosas de fondo en el país, de momento la realidad es la que es. Y es bastante cruda para el independentismo: ha perdido la mayoría electoral y parlamentaria, retrocede prácticamente en todos los ámbitos, se resiste a renovarse y se deshace en guerras internas. Mientras, el PSC gobierna en casi todas las principales instituciones, siempre en minoría pero con poca oposición efectiva.
Los socialistas han desembarcado en el gobierno de la Generalitat con una agenda bastante clara de cierre de horizontes. El president Illa, en el debate de política general, fue muy explícito: las únicas “revoluciones” (sic) que quiere impulsar son las del buen gobierno, la normalidad y el respeto. El contraste con el arranque del gobierno Maragall en el 2003, que tenía una ambiciosa agenda reformista y quería dar la vuelta al país, difícilmente podría ser más marcado.
Y es que, después de unos años en los que en la política catalana se ha hablado mucho de horizontes (posibles o imposibles) de transformación y de emancipación, ahora la apuesta política del nuevo Govern es la gestión estricta, dentro de los límites estrechos del marco institucional existente, sin cuestionarlos en ningún momento. Y, evidentemente, sin concesión alguna a la poesía.
A escala estatal, el enfrentamiento con una derecha española radicalizada aún confiere cierta épica de resistencia al gobierno de Pedro Sánchez. Pero el gobierno del president Illa tiene un aire y un tono muy distintos. Es probable que el PSC haya captado bien el espíritu del tiempo: un tiempo de repliegue, en un contexto nacional e internacional que no invita a muchas aventuras, favoreciendo más bien las pulsiones conservadoras y protectoras.
Sin embargo, esta apuesta por la gestión desnuda de relatos y horizontes más ambiciosos tiene límites importantes. El primero es que los grandes problemas que motivaron las revueltas del Procés (y también del 15-M) siguen intactas. El rígido marco político y constitucional de 1978 y la menguante capacidad de decisión de nuestras instituciones las dejan impotentes para afrontar los grandes retos de nuestro tiempo: la cronificación de la pobreza y las desigualdades, el tensionamiento de unos servicios públicos infrafinanciados, el estancamiento del PIB per cápita, la esclerosis de la administración, el acceso a la vivienda, la creciente centralidad del turismo, las consecuencias del cambio climático o el retroceso de la lengua catalana, entre otros. Y esa impotencia de la política alimenta una gran desafección política que acabará saliendo de nuevo a la superficie, de una forma u otra.
El segundo gran problema es, quizás, más intangible pero también muy real. La sustitución de la política y de los grandes relatos por una especie de tecnocracia soft crea un gran vacío político que alguien llenará. Porque deja muchas preguntas, y muchas angustias colectivas, sin respuesta. De momento, quien mejor lo ha entendido parece ser la extrema derecha, que plantea un relato reaccionario y ofrece respuestas falsas y tramposas, pero las defiende con notable habilidad, y es capaz de interpelar a sectores populares crecientes.
Ante esta operación de narcotización, la izquierda soberanista se encuentra con un dilema fundamental, en tensión entre dos trampas (aparentemente) opuestas. Por un lado, existe el riesgo de dejarse arrastrar a una espiral autorreferencial, alimentada por la épica del 2017 y un momento político que ya ha pasado. Es donde se encuentra cómoda una parte del independentismo, instalado en una gramática política que tiene su público, pero que cada día que pasa se encuentra más alejada del sentido común de una sociedad que hace días que se mueve por otros senderos.
Pero la alternativa a este riesgo de ensimismamiento no puede ser acomodarse en la gestión de la grisura a cambio de gerencias en diputaciones, ayuntamientos y otras instituciones en el papel de socio menor del PSC en gobiernos que no tienen proyecto ni ambición transformadora. Porque esto implica, necesariamente, dejarse arrastrar por el intento de dormir el país y el conflicto social y nacional que le son consustanciales, en una operación que a medio plazo solo beneficiará a las fuerzas conservadoras.
Tanto una opción como otra sitúan a las izquierdas soberanistas en una posición de subalternidad, en un mapa político en el que los actores centrales son otros. Pero en la sociedad catalana existe un espacio muy amplio, una corriente central, que se ubica en coordenadas soberanistas y de izquierdas. Es este espacio el que hay que intentar articular, explorando alianzas dentro de este perímetro, planteadas con sentido estratégico y no solo táctico, o en clave de fichajes oportunistas. Esto pide una mirada que sea plenamente consciente de la realidad del país de hoy, y del nuevo ciclo político en el que nos encontramos. Pero que, al mismo tiempo, no renuncie a hablar de política, ni deje de plantear a la sociedad catalana horizontes de transformación social y emancipación nacional. Esta es la tradición política de la izquierda de este país que, entre tanto ruido, sería bueno recuperar.