Estos días leo la novela de Josep M. Carbonell, La estirpe de Abraham Estruch (editorial Tierra), que cuenta la historia de dos ramas familiares reencontradas, procedentes de contextos culturales, geográficos y religiosos muy diversos (Manhattan, en Nueva York, y Sant Martí Vell, en el Gironès). Esta palabra, estirpe, hace pensar en líneas familiares, pero también en reencuentros estivales.
Dice Joan Coromines que la palabra estirpe (sinónimo de estirpe, casta) es de origen desconocido. También dice: “existe la posibilidad de que fuera derivado de resaga, o de una variante fonética de éste, en el sentido despectivo de 'gente o animal malo'”. En la Catalunya Nord, este vocablo suele designar a un conjunto de niños turbulentos y propensos a jugar de una manera que no gusta a las personas mayores. Por eso, a menudo se dice: “¡Qué mala estirpe!” Esta palabra también podía referirse a unas niñas de familia numerosa.
Coromines explica que el uso vulgar originario fue abrazado por los escritores de la Renaixença e incorporado firmemente en el lenguaje literario. O sea, que estirpe puede tener un valor despectivo, pero también referido a una línea genealógica, como por ejemplo cuando decimos, en el título de la novela de Josep M. Carbonell, “La estirpe de Abraham Estruch” (sus descendientes).
Esta palabra nos hace pensar en la época estival, en la que estirpes de todo tipo se reencuentran en un solo lugar, a veces la casa familiar de veraneo, el pueblo o la ciudad de origen familiar que encabeza un modo de ver el mundo, un territorio vivido, un punto de salida y llegada. En agosto, las ramas familiares, dispersas debido a la globalización, que ha repartido por varios países hijos, primos y sobrinos, se convocan para pasar unos días juntos en un lugar común, de donde todo el mundo preserva variadísimos recuerdos de infancia, por lo general bastante idealizados. Mi amigo filósofo Miquel Seguró suele decir que las vacaciones de verano son como la magdalena de Proust, el olor y el gusto de aquella infancia del dulce faro niente, durante el cual pequeños y mayores dejaban pasar el tiempo sin que ningún objetivo de rendimiento concreto atravesara el amodorramiento vagaroso de las horas. El uso literario de estirpe nos hace pensar en la densidad de estos tejidos familiares que autoras como la recientemente traspasada Rosa Regàs habían descrito con clarividencia, en Diario de una abuela de verano (2004), cuando hablaba de la xerinola con toda la patuleia de nietos en su casa de Llofriu. Cabe decir que el rol de las abuelas en este tipo de concentración familiar veraniega fue, y todavía es, absolutamente esencial. Sin embargo, con la hipermodernidad, todos estos roles se ablandan. Los mayores van desapareciendo y otros descendientes pasan a cumplir un rol distinto, que a veces disuelve la unión anterior. Quizás es en verano, durante las vacaciones en un lugar cargado de sentimientos y valor simbólico, donde siempre se vuelve, que la palabra estirpe adquiere un tono más íntimo y más lúdico. Y también, para quien quiera dejar el romanticismo un poco a un lado, más lúcido, a propósito de quiénes somos, quiénes son nuestros y de dónde venimos.