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La cosmética unisex revoluciona el mundo del maquillaje
02/04/2025
3 min
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Nada más entrar en el centro comercial topamos con un numeroso grupo de chicas que se emocionaban con un muñeco que era un simple rectángulo peludo de color marrón con ojos. Me sentí vieja y vergonzosamente analógica frente a todas aquellas mujeres jóvenes que se comportaban como si ese montón de fibras sintéticas fuera una estrella de rock o un genio que concedía deseos. "Jellyfish!", gritaban, "Jellyfish!" Me convertí de repente en una antropóloga inocente ante una cultura primitiva que me resultaba del todo incomprensible. ¿Por qué esa gente se emocionaba de esa manera con un objeto sin ningún valor objetivo que el observador pudiera captar a simple vista? ¿Acaso tenía propiedades curativas o mágicas? Era evidente que el producto contenía algún tipo de valor que iba mucho más allá de la realidad. Todas las civilizaciones y culturas han creado cosas a las que han atribuido una carga simbólica inventada, desde las religiones hasta las supersticiones cotidianas. La novedad en estos tiempos de capitalismo ultraliberal y digital es que los objetos inútiles se compran y venden de forma masiva, y el significado que se les da es volátil y cambiante.

Sin la creación de necesidades que no lo son, buena parte de la economía global ni existiría ni podría continuar en la carrera del crecimiento imparable que extrae de los consumidores los frutos de la fuerza de su trabajo convenciéndoles de que les destinen a adquirir collonadas que tirarán al poco tiempo en el cubo de la basura. Si antes el trabajador lo explotaba el dueño de que no quería reconocerle sus derechos, que se enriquecía a base de hacerlo currar muchas horas en malas condiciones a cambio de un sueldo bajo y pocas coberturas, ahora parece que la manera de sacar jugo a la mayoría es convenciéndola de destinar sus ganancias a productos que no son más que engaño. El otro día, sin ir más lejos, vi el anuncio de una crema para "tratar" manchas que no se ven, un oxímoron de lo más llamativo si tenemos en cuenta que una mancha suele ser, precisamente, lo que se ve. Pero la publicidad tiene un dominio magistral de la psique humana, sabe mucho más sobre nosotros que nosotros mismos, aún más en tiempos de algoritmos. Y tiene mecanismos efectivos para tocar el bordillo, que decía Roig. Una mancha que no se ve, pero que está ahí y se podría descubrir en cualquier momento es uno de los miedos irracionales que hemos tenido las mujeres a lo largo de la vida. Y no por la mancha en sí, no sólo por el defecto estético de no presentar un rostro inmaculado, sino precisamente por la noción de pureza que, aunque parezca raro, sigue presente en nuestros subconscientes. También entronca, lo del defecto escondido que puede emerger en cualquier momento sin avisar, con el síndrome de la impostora, que es una mina inagotable para los comerciantes de la autoestima, tanto si fabrican cosméticos como ropa o tintes para el cabello. No lo haga, chicas, no calcule cuántas horas de su trabajo, de su vida, le han robado explotando sus complejos, unos complejos que a menudo crea la industria misma. Y encima diciéndoles que todo es "porque tú lo vales". Sí, vales que te estafen.

Pero no somos sólo las mujeres las que vivimos en las cárceles del hiperconsumo. Los espacios públicos y comunes libres de consumo se han ido reduciendo cada vez más. ¿Cuánto han tardado las islas verdes de Barcelona en gentrificarse y llenarse de cafés cuquis y tiendas de todo tipo? Ir de compras hace ya tiempo que es una parte dominante del ocio de pequeños y mayores, pero es que ahora los establecimientos comerciales los tenemos dentro de las casas, del dormitorio de nuestros hijos a través de las pantallas. La publicidad, en ese sentido, se ha convertido en una nueva jaula de hierro. Cuanto más objetos vacíos vayamos comprando, creo, más nos vaciamos nosotros mismos.

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