Ahora que el cine ha vuelto a poner de moda la figura de Napoleón, es un buen momento para recordar que Catalunya fue incorporada al imperio napoleónico poco después de la ocupación francesa de la Península, y que las nuevas autoridades francesas restablecieron -el catalán como idioma oficial por primera vez desde 1714. “La patria catalana (...) vencedora en Atenas y Neopatria, resurgirá de sus cenizas gracias a Napoleón el mayor”, escribía el Diario de Barcelona en 1810 por orden del mariscal Augereau. Detrás de estas maniobras de seducción había uno de los pocos afrancesados catalanes, Tomàs Puig, traductor al catalán del código napoleónico. Puig era de Figueres, la ciudad por la que han desfilado, en los últimos dos siglos, todas las corrientes políticas europeas; la capital del Empordà progresista y federal de Monturiol, Terrades y tantos otros.
Los amigos catalanes de Napoleón consiguieron que las élites comerciales de Barcelona pusieran la atención ante la posibilidad de apartar a Catalunya de una España decadente, inquisitorial y borbónica; pero enseguida se vieron decepcionados por los propios franceses, que veían al Principado como un simple peón en la estrategia del emperador. Tal y como lo hizo el cardenal Richelieu dos siglos atrás. La posibilidad de una Catalunya felizmente incorporada a la Francia napoleónica se reveló en breve como una quimera, porque si bien el emperador tenía un programa antiborbónico, laico y modernizador, también es cierto que su gran motor era el centralismo. Una de sus grandes manías en Francia había sido universalizar el uso del francés.
Por otra parte, la gran mayoría del pueblo catalán, guiado por los grandes propietarios y por el clero, dio la espalda a los afrancesados, apoyando la lucha conjunta de la España tradicional y católica contra aquellos invasores descreídos que, en nombre de la revolución, habían decapitado a su rey y habían acabado con los privilegios eclesiásticos. Los catalanes tenían aún más razones para oponerse al ocupante, porque mientras que España había aceptado con agrado el advenimiento de los Borbones en el siglo XVIII, en Cataluña estaba bien vivo el mal recuerdo de la guerra de Sucesión y la de los Segadors, que habían convertido a los franceses en el eterno enemigo. El héroe nacional no fue ningún afrancesado, sino el joven tamborilero del Bruc.
Debería pasar casi todo un siglo para que Catalunya mirara a Francia con otros ojos. La pertinaz decadencia de España hizo florecer en Cataluña el liberalismo, el republicanismo y el federalismo. El obrerismo catalán también halló sus referentes en Francia. En 1931, en la proclamación de la República, los barceloneses cantaban La Marsellesa con tanto o más entusiasmo que Els Segadors.
Durante el siglo XX los catalanes hemos mirado a Francia con recelo, envidia y admiración, todo a la vez. El genocidio lingüístico que se ha producido en el Rosellón no nos ha impedido proyectar, en tiempos de oscuridad, una mirada esperanzada norte allá, por decirlo como Espriu. Francia era donde nuestros artistas buscaban la vanguardia. Donde nuestros padres iban a ver películas sin censurar. Donde surgían las ideas nuevas, y donde más temprano se cuestionaban.
¿Nos habría ido mejor, si los ocupantes napoleónicos se hubieran salido con la suya, hace dos siglos? ¿Habríamos aceptado pagar el precio de una probable descatalanización? La ucronía es un juego divertido, pero inútil. En cualquier caso, nos ayuda a relativizar la rotundidad de lo histórico. El poeta Carlos Fages de Climent –otro ampurdanés– escribió: Si aquel tamborilero del Bruc / del ejército nacional / en lugar de tocar el timbal / se hubiera tocado a los bemoles / los catalanes, de rebote / ya no seriamos españoles.