Europa

Visita al 'país' de los monjes que prohíbe la entrada a las mujeres (ya los turistas)

Una ley milenaria impide la entrada de cualquier ser femenino en la República Monástica del Monte Athos, en Grecia

Miki Kisenvole
5 min
Uno de los monasterios que puebla el Monte Athos, en Grecia, en una imagen de archivo.

Monte Athos (Grecia)La República Monástica del Monte Athos lo tiene casi todo por ser un país. Tiene bandera, capital, un gobierno que se reúne en un palacio y una suerte de Constitución, además de controlar el acceso a sus fronteras. Lo que le falta son mujeres y turistas: las primeras, porque tienen prohibido el acceso desde el tiempo del Imperio Bizantino, y los segundos porque en el Monte Athos no se va a hacer turismo. Sólo los peregrinos con permiso especial pueden disfrutar de la hospitalidad de los cerca de 1.500 monjes ortodoxos que viven recluidos en veinte monasterios.

El Athos, conocido en griego como Agion Oros (montaña sagrada), es un estado eclesiástico bajo jurisdicción directa del patriarca de Constantinopla, una especie de Vaticano del mundo ortodoxo. Forma parte de Grecia, pero tiene tanta autonomía que la relación con el gobierno de Atenas la lleva el ministerio de Asuntos Exteriores. La región se encuentra a unos cien kilómetros de Salónica, en el más oriental de los tres “dedos” en los que se divide la península Calcídica, y está coronada por una cima que se eleva 2.033 metros sobre el mar Egeo.

Elavaton, la ley milenaria que impide la entrada de mujeres, fue uno de los puntos calientes en el acuerdo de acceso de Grecia al espacio Schengen en 2000. La comunidad monástica puso el grito en el cielo y evitó la libre circulación de personas cuya provisión les reconoce un estatus especial. Los principios de igualdad y no discriminación por razón de género que propugna la Unión Europea quedaron sin aplicación en este territorio, del tamaño de medio Menorca. La prohibición afecta a todas las hembras: no hay yeguas, vacas ni perras, y sólo se hace excepción con los animales que no se pueden controlar –pájaros e insectos– y con las gatas, porque ayudan a reducir la población de ratas.

Aparte de ser inaccesible para la mitad de la población mundial, llegar a la montaña sagrada tampoco es fácil para el resto de mortales: antes hay que conseguir el diamonitirion, una especie de visado. Sólo se conceden diez por día a hombres no ortodoxos, así que es necesario pedirlo con meses de antelación. Recojo el mío a las seis y media de la mañana en la oficina del peregrino de Uranopolio, el último pueblo antes de la frontera y punto de salida del ferry. Tiene un diseño que imita el pergamino y junto a mi nombre descifro en caracteres griegos la palabra katholikós, católico.

Dos horas más tarde la barca se acerca al puerto principal del Monte Athos, Dafni, bordeando la costa. A babor se empiezan a avistar monasterios, ermitas y capillas a ras de agua. Todos ellos tienen una arquitectura única y están recogidos en la lista de Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. Qué lástima –por no utilizar otra palabra– que ninguna mujer pueda visitarles. “Las mujeres sí pueden ver los monasterios, ¡vaya! Pero desde el agua, a 500 metros del suelo”, me dice uno de los peregrinos que van al barco. Es un hombre de negocios rumano que visita Athos una vez al año con su hijo adolescente “para conectar con Dios”.

Una vista de monasterios en el Monte Athos.

Una vez llegados a puerto, la mayoría de peregrinos toman el autobús hacia la capital, Kariés. Es el único pueblo de la península, tiene algunas tiendas alineadas en la calle principal y hace de sede del gobierno y de nudo de comunicación entre los monasterios. Los trabajadores (conductores, electricistas o vendedores) no viven de forma estable. “Pagan bien y el sitio es precioso, pero se hace aburrido al poco. Trabajo quince días aquí y los otros quince los paso con mi familia”, me dice el chico albanés que despacha en la tienda de comestibles.

Una rutina marcada

Cuando se llega a cualquier monasterio, lo primero es encontrar elarchondarios, el monje encargado de recibir a los visitantes. Éste ofrece algo de comida y, si está de buen humor, propone un pequeño tour por el recinto, que suele incluir pinturas murales, la iglesia principal y las reliquias, el máximo orgullo de cada monasterio. Llego al monasterio de Gran Laura, en el extremo sudeste de la península, cuando todo el mundo ya ha acabado de cenar. Elarchondarios local me sirve una comida con la que ha sobrado: pan, lentejas y un cuenco lleno de aceitunas verdes. Después me asigna una de las diez camas en una habitación delarchondarikion –el hostal de peregrinos– y me pide que no haga ruido. Son sólo las siete de la tarde, pero en Athos ya es hora de acostarse.

La rutina de monjes y peregrinos comienza temprano. Despiertan cada día a las tres y media de la mañana para ir a las maitines, la primera liturgia. Vuelven a la cama y cuando se levantan hacen misa antes de desayunar. Las homilías se hacen pesadas incluso para los creyentes, porque se recitan en griego antiguo y no se entienden. La de la tarde es más amena porque los monjes suelen orar cantando.

El contraste entre monasterios es grande. La noche siguiente la paso al más pequeño del Athos y uno de los más humildes, el de Stavronikita. Viven una quincena de monjes, los lavabos son un agujero en el suelo y para cenar sólo hay pan con aceitunas negras y un puré blanquecino al que hay que añadir mucho limón para darle gusto. En el hostal conozco a dos madrileños que están casados ​​entre ellos y no se lo han explicado a nadie. "Ahora fliparás", me dice uno de ellos entre risas. “Esta mañana nos han enseñado las reliquias y el monje nos ha insistido en frotar las joyas para bendecirlas. Hemos pasado los anillos de un matrimonio gay por los huesos de san Juan Bautista. Si se enteran, ¡seremos los últimos europeos quemados en la hoguera!”

Legado catalán

La última noche, por el contrario, la paso a Vatopedi, un monasterio en el norte que juega en otra liga. Tiene duchas modernas, habitaciones privadas con vistas al mar y el menú incluye incluso postre. Es también mucho mayor que todos los que he visto antes y cuando los monjes salen de misa, cuento más de cien. Uno de ellos se interesa por mí cuando siento que soy catalán y me lleva a dar una vuelta por el patio, hasta la Torre del Tesoro. Allí una placa en catalán y griego explica que la Generalitat financió la restauración del edificio en el 2005.

Los catalanes, de hecho, no eran bienvenidos al Athos desde que en el siglo XIV los almogávares saquearon y destrozaron buena parte de los templos de la península como venganza por el asesinato de Roger de Flor. Pagar la Torre del Tesoro fue un acto de reparación histórica. “Yo hace muchos años que estoy aquí y ya estaba allí cuando vinieron representantes de su gobierno a la inauguración”, me dice el monje, orgulloso. El representante de quien habla es Joaquim Nadal, entonces consejero de Obras Públicas del gobierno de Pasqual Maragall. Me pregunto si a Vatopedi ese dinero realmente lo necesitaba. En la tienda de recuerdos vienen desde iconos y jabones hasta cruces con diamantes o ediciones de la Biblia forradas en oro por 10.000 euros.

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