Mujeres que llamamos: una aclaración necesaria para aquellos de piel fina

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'Mujeres que llamamos'.

No, no somos suecos. No tengo ni idea de si en Suecia la gente grita, habla alto y expresa sus emociones de manera poderosa, pero el mito y las películas de Ingmar Bergman nos han hecho creer que al norte la forma de expresarse es más moderada. Aquí no. Aquí nos hablamos unos a otros con un tono altamente mediterráneo. Pero cuando lo hacemos las mujeres... Ay, pasan cosas.

A mí no me gusta gritar, pero a veces no puedo evitarlo. O rico fortísimo. O me cabreo como una mona porque hace siglos que intento que el otro no se salte determinado acuerdo y pierdo la paciencia cuando esto ocurre. Y he escrito como título “mujeres que llamamos” ya menudo no es gritar, es hablar alto, hablar de forma apasionada y vehemente en casa, en el bar, en una reunión de trabajo... Y eso a las mujeres nos está penado con cadena perpetua. O la pena de muerte.

La periodista y escritora Ana Requena en su libro Intensas habla de la intensidad como el nuevo pecado capital del que somos acusadas tantas mujeres. O como decía aquel mem que me pasó Imma Sust, "las intensas somos las nuevas locas". Las histéricas. Como en tantos artículos en los que hablo sobre las mujeres, aquí tiene la aclaración necesaria para aquellos de piel fina y poca comprensión lectora. No, no hablo de ser maleducadas, hablo de expresarnos exactamente como tantos hombres o de expresarnos a nuestro modo sin que nos caiga encima la miradita de “ya ha llegado la drama queen”. Porque tras esa miradita, tras esa reprobación, en realidad hay un absoluto terror.

Existe el terror de perder el espacio VIP en el mundo profesional o lo que sea, terror a ser menos que la mujer que habla –Virgen de las Intensas, lánzales una maldición–, terror a afrontar los sentimientos y emociones de la mujer que se dirige, unas emociones que muchísimos hombres no están dispuestos a gestionar. Y demasiadas veces la respuesta es un “no exageres” o un “tranquilita” o un “últimamente estás muy sensible” o el top of the tops "ya no se te puede decir nada", que te hace recordar la santa paciencia que tuvo Lorena Bobbitt, hasta que dejó de tenerla.

Y hay un negarnos el derecho a vivir lo que vivimos con la antigua técnica de la luz de gas. Las mujeres, hasta que nos damos cuenta de que nos lo están aplicando, tendemos a pensar que nos equivocamos nosotros. Por eso estamos acostumbradas a modular la voz, a pedir perdón de forma compulsiva, a sentirnos ridículas, tontas, poco adecuadas, exageradas, sensibles, histéricas, locas, intensas, llamativas.

Hay que tener en cuenta que si gritas, a pesar de saber que no es la mejor manera de expresarte, lo haces porque la situación te ha llevado, porque ya no puedes más. Y eso que tanto se entiende en las luchas colectivas, a las mujeres se nos juzga por hacerlo. Y cuando esto ocurre y encima toda la conversación y la discusión posterior sólo giran en torno a las formas y no en torno al motivo que te ha hecho estallar como el volcán Krakatoa, la sensación de indignación, tristeza e incomprensión aumenta. Lo he vivido en primera persona y lo viven las mujeres que tengo a mi lado.

No, esto no es Suecia. Y tampoco es necesario.

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