Amor y pimienta

¿Es posible atar en una aplicación de venta de segunda mano?

Sira llevaba cuatro años y medio viviendo en el piso de la tía abuela y necesitaba a alguien que se quedara su piano

De segunda mano
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No tenía experiencia en ventas por internet. De hecho, no tenía ni cuenta en Amazon, no tanto por una cuestión política –aunque también– como por motivos prácticos. Y es que le agobiaba de mala manera aquel tipo de gigantesco supermercado donde sólo podías entrar si tenías claro lo que querías comprar, porque si no estabas condenado a perderte en la selva. Y a ella no le gustaba perderse por ninguna parte. Y menos en medio de productos y marcas que le interesaban más bien poco. Pero cuando Andrés le sugirió que la mejor manera de darle una vida digna a ese piano que ella amaba tanto era buscarle un comprador, ella pensó que de todas era la idea de que menos la disgustaba, y que en ese momento sólo quería que el piano acabara en buenas manos.

Hacía cuatro años y medio que vivía en ese piso, que antes había sido de su tía abuela y que le había pasado el alquiler en herencia cuando murió. La tía abuela, por su parte, hacía muchos años que lo tenía alquilado con una renta antigua a un propietario que le quería como si fuera de la familia y que vivía con su mujer en el principal de la escalera. Porque de alguna manera había formado parte de esa familia. Primero, muy joven, como sirvienta; después se convirtió en una especie de asistente del matrimonio cuando se fueron haciendo mayores. Tanto les iba al mercado a comprarles la verdura como les hacía de enfermera cuando la mujer del propietario enfermó y tuvo que permanecer en la cama durante muchos años. Pero ese matrimonio murieron sin hijos y el sobrino que heredó todo el bloque de los propietarios tenía como objetivo convertir el edificio en pisos de diseño para los turistas con los bolsillos llenos. Sólo hacía tres meses que Sira había recibido un burofax diciéndole que debía dejar el piso en medio año. Al sobrino le daba igual la historia familiar, así como los vínculos emocionales, de quien había sido la sobrina de la sirvienta de sus tíos. Sira, por su parte, llevaba tiempo esperando que la sentencia llegara. Sólo era cuestión de tiempo y ya había sido testigo como, en los últimos años, los demás inquilinos, tanto los mayores como las familias con pequeños, eran aclarados de su casa sin contemplaciones.

A Sira le gustaba vivir allí. Estaba en una de las mejores plazas de la ciudad, pintoresca, luminosa, alegre, y por tanto en uno de los barrios más codiciados de todos los extranjeros que venían para quedarse. Pero lo que más le gustaba de aquel piso en Sira era su calidez. Le recordaba a su tía. Terriblemente acogedora, terriblemente amable. Para Sira era como su abuela. Iba a verlo cada semana, se quedaba a dormir. Iban ambas a comer un menú en el bar de la plaza de abajo. Y después, cuando subían, en vez de siesta la tía le tocaba el piano que le habían regalado los dueños en agradecimiento a toda una vida de dedicación. Y porque les gustaba oírla tocar. Era otra forma de sentirse acompañados. Probablemente, si hubiera tenido suficiente dinero habría ido al conservatorio a estudiar y quizás hubiera llegado a ser concertista. Pero no pudo y todo lo aprendido fue de oído. Y tocaba como los ángeles. Aquel piano era la única cosa de aquel piso que Sira quería llevarse, pero en el piso compartido donde iría a vivir dentro de poco no había espacio suficiente.

Entonces fue cuando Andreu le dijo que lo pusiera a la venta en una plataforma de venta de segunda mano. Sira se resistió al principio, pero el tiempo se le echaba encima y no quería de ninguna manera dejar ese piano allí. Así pues, asesorada por Andreu, tomó fotos en el instrumento y colgó el anuncio contando la historia de ese piano. Aquel escrito se parecía más a uno de los posts que hacen las protectoras de animales cuando buscan a un adoptante para el animalito que a un anuncio con objetivos de transacción económica. Al final acababa diciendo que no quería sacar el dinero del precio de mercado sino que lo que quería era que ese piano encontrara una casa y un propietario que lo cuidara como querría hacerlo ella si pudiera.

Recibió unas cuantas peticiones, pero la que más le gustó fue la de un profesor de piano que, en vez de pedirle una rebaja del precio o cuestiones técnicas sobre el instrumento, le explicaba también su historia personal. Acababa de regresar a su pueblo, la Garriga, después de años de vivir en el extranjero. Había estudiado en el conservatorio, pero se había ido con un grupo de circo francés a dar vueltas por el mundo y, por tanto, había salido de los circuitos de la música clásica. Pero ahora había vuelto al pueblo porque sus padres habían muerto y tenía ganas de echar raíces. Y quería montar una escuela de artes escénicas para los pequeños donde él daría clases de piano.

Se escribieron un par de veces y él la invitó a visitar el pueblo y el local, en los bajos de casa de sus padres donde instalaría la escuela. Se entendieron a la perfección. De hecho, fue él quien le ayudó a hacer el traslado de las cuatro cosas que tenía en el nuevo piso compartido con su furgoneta. En otro viaje llevaron el piano hacia el pueblo y él mismo le afinó, porque durante una época trabajó como afinador en Holanda y tenía mucha experiencia. Se hicieron tan amigos que un día decidieron que querían compartir juntos todo el tiempo del mundo. Sira fue a vivir a la Garriga, cerca del piano de su tía, que había vendido a través de una plataforma de venta de segunda mano. Con un amor tan auténtico que sólo podía ser nuevo de trinca.

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