Por fin conocemos el texto de la ley de amnistía. Tras meses de debate público en el vacío ya es posible hacerse una idea exacta de en qué se concretará la polémica medida pactada para facilitar la investidura de Pedro Sánchez. Con seguridad, el disponer de un proyecto de norma no cambiará la postura de tanto jurista de parte que, de antemano, tenía ya decidido que iba a estar a favor o en contra de la ley. Nuestros jueces, sin ir más lejos, ya se habían pronunciado públicamente contra ella sin necesidad de saber de qué iba, así que poco les importará lo que diga finalmente.
Sin embargo, lo cierto es que la proposición pactada entre los grupos parlamentarios y presentada en el registro del Congreso aclara muchas cuestiones y abre algunos interrogantes nuevos.
Lo primero que sorprende de la ley es el preámbulo, extraordinariamente bien escrito, jurídicamente sólido y muy fundamentado. Esas páginas iniciales debería leérselas todo el que tenga dudas de la necesidad de una amnistía. Tras analizar la numerosa jurisprudencia a favor de la posibilidad constitucional de la amnistía y los precedentes españoles y extranjeros, va al meollo de la cuestión. En contra de lo que quieren transmitir desde la derecha política y judicial el problema de la amnistía no es jurídico, sino político. La Constitución lo permite, pero es discutible si resulta oportuna.
La ley invoca la necesidad de superar un conflicto social en Cataluña que nadie puede negar. Alude a la desafección de gran parte de la población hacia las instituciones estatales y plantea la posibilidad de buscar salidas al conflicto de manera negociada y sin la amenaza de los tribunales sobre la libertad o las propiedades de tantos independentistas. Así dicho, suena razonable. La causa es lo suficientemente importante como para establecer una diferencia de trato puntual a favor de los partidarios del independentismo y en ese sentido la medida puede entenderse como proporcionada. No parece que en este punto deba tener dificultades para pasar el filtro del Tribunal Constitucional.
Es destacable que la proposición de ley no justifica la amnistía -como insinúa parte del poder judicial español- en que las condenas judiciales con motivo del procés fueran injustas o desproporcionadas. No es una amnistía contra los casos de lawfare, que no aparecen por ningún lugar en el texto, sino orientada exclusivamente a la reconciliación haciendo borrón y cuenta nueva.
Para ello, la ley intenta ser exhaustiva en la concreción de los hechos que puedan beneficiarse de la medida de gracia. Todos los actos para conseguir la independencia de Cataluña, los destinados a promover las consultas de 2014 y 2017, los de apoyo a los encausados y los de resistencia a la policía en este contexto. El texto es lo suficientemente amplio como para entender incluidos en la amnistía movimientos como el Tsunami Democratic o las protestas contra las sentencias del Tribunal Supremo, aunque en este punto adolece de cierta falta de claridad, que puede llevar a algún juez a entender lo contrario.
En el terreno de los actos no amnistiables están los actos de terrorismo con resultado de muerte. Eso abre una puerta para que algún juez desaprensivo y con mucha imaginación pueda imputar a Marta Rovira o a Carles Puigdemont como causantes del infarto que le costó la vida a un ciudadano francés durante una protesta en el aeropuerto de Barcelona con objeto de poderlos detener y enjuiciar a pesar de esta ley.
El sistema diseñado por la ley exige una resolución firme del juez competente para entender amnistiado cualquier acto. La excepción parecen ser solo las órdenes de busca y captura u otras medidas cautelares, que quedan automáticamente levantadas. En términos prácticos se facilita el retorno de los exiliados pero los políticos inhabilitados o investigados necesitarán que un juez los amnistíe expresamente. Ello significa dos cosas: de una parte, que lógicamente son los jueces (y en su ámbito, el Tribunal de Cuentas) los únicos que pueden aclarar el contenido de la ley y hay que esperar a sus decisiones para ver cómo la interpretan y qué actos se beneficiarán finalmente de ella. De otra, que esa misma judicatura tiene en su mano paralizar la aplicación inmediata de la ley mediante el planteamiento de una cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional o una duda prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea.
Eso nos lleva a la peliaguda cuestión de los tiempos para la aplicación de la amnistía. La proposición de ley en el Congreso parece que va a tramitarse por la vía de urgencia, de modo que en menos de un mes puede estar aprobada. Sin embargo, el Partido Popular, que tiene mayoría en el Senado, ya se está moviendo para boicotear allí su entrada en vigor. Acaba de aprobar una reforma claramente inconstitucional del Reglamento de esa cámara que le permite retener la ley hasta dos meses. Aunque sea inconstitucional, la reforma se aplica en tanto el Tribunal Constitucional no la declare así, y como enero no es hábil a efectos parlamentarios eso significa que previsiblemente la ley de amnistía tardará al menos 4 meses en publicarse en el Boletín Oficial del Estado.
Una vez que entre en vigor las personas que quieran beneficiarse de ella deben dirigirse al juez competente para que declare que en su caso la amnistía es aplicable. Si el juez, una vez oídas las partes y terminados todos los trámites, considera que la ley puede ser inconstitucional o contraria al derecho europeo puede suspender su aplicación en espera, como hemos dicho, de un pronunciamiento del Constitucional o el Tribunal de Justicia.
Ciertamente, no parece que la ley se oponga a la normativa comunitaria: en la medida en que no se deja de perseguir ningún delito que sea obligatorio según esas normas, la amnistía es una cuestión de cada país, que debe decidir cuándo y por qué la adopta. Las dudas de constitucionalidad tampoco parecen muy fundadas aunque eso es en gran medida opinable. La valoración acerca de si la ley justifica suficientemente la necesidad, razonabilidad y proporcionalidad de una amnistía depende en gran medida de la perspectiva de quien la haga. No es del todo descartable que algunos magistrados del Constitucional tengan sus dudas.
En todo caso, previsiblemente, hasta que no tengamos una sentencia del Tribunal Constitucional la ley de amnistía no se aplicará con plenitud. Eso aconseja que nuestro máximo intérprete de la Constitución aborde el tema con auténtica celeridad. No se trata solo de que no tarde doce años en resolverlo, como con la ley del aborto, sino que lo ideal para que el país pueda superar de una vez este episodio sería tener una respuesta en meses. Entretanto, la ley estará en el aire y con ese combustible será difícil extinguir la tensión social. Desde luego, la judicatura no ayudará. A fin de cuentas, es muy difícil gobernar contra un poder judicial soliviantado y politizado como el que en estos momentos tenemos en España.