Desde hace unos años, mis vacaciones de verano en el Mediterráneo se acaban en las primeras semanas de agosto. Cuando muchos preparan las maletas llenas de bañadores y toallas, nosotros cogemos las chaquetas y volvemos hacia Gotemburgo. ¿La razón? Los niños empiezan la escuela a mediados de agosto en Suecia. Y no es que hayan acabado mucho antes que sus primos catalanes, pocos días antes de Sant Joan. En total, 10 semanas de vacaciones, tres menos de las que tendrían si estudiaran en Catalunya. Bien, hasta ahora. El departamento de Educación ha anunciado que las vacaciones escolares se acortarán en una semana, de forma que las vacaciones catalanas se acercarán un poco a las del norte de Europa.
Recortar unas vacaciones estivales demasiado largas es una buena idea. Conseguimos reducir así un poco “el olvido estival”. Es decir, todo aquel conocimiento que los alumnos –especialmente aquellos que provienen de hogares más humildes– pierden durante el verano. Y es que, de hecho, cada septiembre se convierte en un nuevo punto de partida, en el que los niños y niñas que han pasado el verano en campamentos, viajando o haciendo cursos de idiomas parten con ventaja.
Reducir el verano no quiere decir aumentar horas lectivas. Hay que tener en cuenta que, a pesar de ser uno de los países en Europa con unas vacaciones estivales más largas, el número total de semanas sin clase en España es muy similar al de, por ejemplo, Francia, Suiza o incluso Suecia. Acortar el verano favorece a los niños, a sus padres y madres y, muy probablemente, a sus abuelos también. Las opciones para conciliar un verano escolar tan largo con una jornada laboral pasan normalmente por el uso de campamentos, otros cuidadores formales o de las redes familiares. Alargar el curso permite ajustar algo más el calendario escolar al estilo de vida actual.
La semana extra de clases en septiembre vendrá acompañada de hacer extensiva la jornada intensiva (es decir, ir a la escuela solo por las mañanas) a todo aquel mes. Desde los años 90 muchas comunidades autónomas han ido adoptando jornadas continuas en la educación infantil, primaria y secundaria. Catalunya y el País Vasco destacan como la excepción, puesto que mantienen un alto porcentaje de jornadas partidas (en las que los niños y niñas paran para comer y continúan después con actividades educativas). El covid-19 ha hecho que muchos centros educativos aplicaran de forma excepcional la jornada intensiva, con riesgo de no volver a su punto de partida después de la pandemia. Esto, obviamente, es un problema en la educación pública. Porque en las escuelas concertadas y privadas de todo España la jornada mayoritaria es la partida. ¿Adivinen qué es mejor para los niños y niñas, sobre todo de entornos vulnerables?
No se puede justificar la jornada intensiva como una ganancia para los estudiantes o sus familias. Los resultados educativos no mejoran, la conciliación se dificulta y se impone un horario poco respetuoso con la concentración, el bienestar de los niños y adolescentes, el descanso y las comidas. Y no olvidemos que gran parte de las horas de ocio que se ganan con las jornadas continuas se invierten en actividades extraescolares. Y, de nuevo, como pasa en verano, algunas familias se lo pueden pagar y otras no. El conseller Gonzàlez-Cambray asegura que durante todo el mes de septiembre se garantizará el comedor escolar, así como actividades de ocio educativo por las tardes sin que impliquen un coste extra para las familias. Si es así, hace falta que este compromiso se mantenga en los próximos años. Desgraciadamente, no seríamos la primera comunidad donde, después de que se garantice a las familias el mantenimiento del horario habitual –de tardes– más allá de la jornada intensiva, estas actividades extraescolares acaban desapareciendo.
Adelantar el calendario escolar reduciendo las vacaciones de verano nos acerca a un sistema más igualitario, reduciendo las pérdidas de aprendizaje estival. Por el contrario, ir hacia un modelo de jornada intensiva puede aumentar las desigualdades. Es un debate polémico, dentro y fuera de la comunidad educativa, y que tiende a verse únicamente como una lucha entre partidarios de la jornada intensiva y de la partida, cuando, en realidad, es un tema poliédrico. Hace falta un debate informado, que ponga el foco en el bienestar de los estudiantes y que permita a la escuela ser, más allá de un centro de aprendizaje, un igualador social. Y, de momento, los datos apuntan a que menos vacaciones y menos tardes libres se traducen en más igualdad.