Pues sí: este año hará medio siglo que el general Franco pasó abajo. Yo entonces tenía once años y lo recuerdo con la perspectiva de un niño. Una cosa son estos recuerdos difusos y la otra, evidentemente, la interpretación que podemos hacer de ellos al cabo de medio siglo; pero incluso entonces ya era consciente de que el golpe de estado del 18 de julio de 1936 había descabezado la vida de mis cuatro abuelos –exilio, prisiones, campos de concentración, miseria– e indirectamente había marcado también la de mis padres. Con todo esto quiero decir que con sólo once años intuía que entre ese militar y un servidor, un niño de un pueblecito del Segrià, no había muchas cosas en común. Más bien ninguna. Sin embargo, en otros casos no estaba tan claro. A pesar de que en 1975 algunos necesitaban escenificar una cierta hostilidad hacia el dictador, a menudo era sobrevenida, sobreactuada y más o menos imaginaria. Éste es el primer estorbo –y quizá también el peor– asociado a este aniversario.
En efecto, es simplemente imposible que en un régimen de aquellas características las élites (económicas o de cualquier otra índole) no hubiesen colaborado de forma activa o pasiva con el sistema. No me refiero, por supuesto, al hecho de tener que jurar esto u otro para acceder a determinados puestos de trabajo en la condición de funcionario, porque se trataba de un requisito puramente formal; ni tampoco a cosas como realizar el servicio militar, etc. No. Estoy pensando en historias que nada tienen que ver con todo esto. Hacen referencia a la gente que apuntaló proactivamente al régimen y que después, con una barra impresionante, hizo ver que había sido un detractor casi heroico. Para estas personas o para sus descendientes, la conmemoración del quincuagésimo aniversario de la muerte de Franco debería resultar insoportablemente incómoda... pero no será así. El gran pacto amnésico de la Transición consistió precisamente en borrar esta posible incomodidad, en no volver a hablar de ello nunca más. Esto no es una excepción. Después de la Segunda Guerra Mundial, aquel concejal de un pueblo de Baviera que había sido nazi, o aquel director general de no sé qué en Roma que había apoyado a Mussolini, pasaron a ser honorables ciudadanos con la plena connivencia de los sus vecinos. La amnesia políticamente redentora, la desmemoria que todo lo cura, incluida la indignidad... En el caso de Cataluña, sin embargo, esta historia tiene coloraciones más complejas.
El segundo estorbo es de carácter institucional, y también costará digerir. Resulta que entre el régimen de 1939 y el de 1978 existe una continuidad objetiva en cosas tan concretas y relevantes como la monarquía o la mágica transformación, de un día para otro y por arte de hechizo administrativo llevado a cabo el cuatro de enero de 1977, del Tribunal de Orden Público en Audiencia Nacional. Son sólo dos ejemplos. Neutralizar esta u otras objeciones análogas blandiendo la Constitución del 78 como si fuera un objeto sobrenatural –un objeto capaz, incluso, de modificar el pasado– funcionó durante cierto tiempo, y en términos pragmáticos era razonable que así fuera. Sin embargo, hoy sabemos muchas más cosas relacionadas con cómo fue en realidad todo aquello, y no me refiero sólo al caso concreto de Juan Carlos I. Cualquier conmemoración más o menos institucional de la muerte del general Franco contendrá, en este sentido, inevitables componentes de farsa.
Finalmente, hay un tercer estorbo que ya ha ido aflorando a lo largo de estos años. El franquismo fue una manifestación más del nacionalismo español, no una especie de anomalía histórica sin precedentes y sin continuidad. Conviene recordar que este año también se conmemora, por ejemplo, el centenario de la abolición de la Mancomunidad de Cataluña por parte del general Primo de Rivera (20-3-1925) La evolución de personajes como Felipe González o Fernando Savater muestra igualmente fines a qué punto el nacionalismo español está ligado al franquismo aunque se le pretenda añadir una pátina de izquierdas. Deshacerse de este lastre es complicado, como se ha visto a lo largo de estas décadas. Quizá sea sólo una cuestión generacional. O quizás es algo más profundo...
Una conmemoración honesta del quincuagésimo aniversario de la muerte de Franco sólo resultaría posible en caso de haber llevado a cabo con anterioridad un incómodo ejercicio de catarsis colectiva. Se inició tímidamente con motivo del traslado de los restos del dictador en octubre de 2019, pero todo quedó reducido a una performance llamativa. De debate profundo, nada. Quizás este año osamos ir un poco más allá –lo dudo.