Pedro Sánchez, junto a Salvador Illa, el martes en Barcelona.
16/10/2024
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A Pedro Sánchez le gusta presumir de que, desde que él es presidente, Catalunya ha recuperado la normalidad institucional y la paz social. Ciertamente, el presidente español heredó de Rajoy una situación crispadísima y le tocó vivir momentos de gran tensión, como las protestas de 2019 contra la sentencia del Supremo. La imagen de su coche oficial saliendo del Hospital de Sant Pau –donde había ido a ver a los policías heridos en Urquinaona– perseguido por las batas blancas del personal sanitario y con uno de sus escoltas mostrando la metralleta quedará para la historia. Sin embargo, después de ello Sánchez se puso a hacer política y en cinco años ha conseguido dividir y desmovilizar al independentismo y, sobre todo, conquistar la Generalitat. Todo, rematado con una mayoría absoluta en el Parlament de los partidos del 155.

Son hechos objetivos que darían la razón a la tesis de la Catalunya pacificada. Sin embargo, los procesos históricos son complejos y hay que levantar la mirada para interpretarlos correctamente y no llegar a conclusiones precipitadas o simplistas. Por ejemplo: en la cultura popular ha quedado fijado el 1789 como el del fin de la monarquía totalitaria y el nacimiento de una democracia republicana en Francia, pero los historiadores saben que entre una cosa y otra pasaron casi 90 años muy convulsos, con avances y retrocesos. ¿Ya ha terminado, la revuelta catalana de 2017? ¿Está pacificada Catalunya? Elevémonos un poco y observemos el campo de batalla.

La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut (2010) cerró por arriba la etapa de desarrollo autonómico posfranquista. Modificando y deformando el Estatut ratificado en reférendum por los ciudadanos de Catalunya, el alto tribunal rompió el pacto constitucional: por primera vez en democracia, la ley que fija la relación entre Catalunya y el Estado no ha sido aprobada por los ciudadanos. Hoy, el Estatut vigente es todavía el que reescribieron los magistrados del TC, no el votado en referéndum. Desde 2010, la relación entre Catalunya y España no es una relación consentida.

La sentencia liquidó un ciclo histórico del catalanismo y abrió otro: de la voluntad de encajar dentro de España al proyecto de crear un estado propio. Es la primera vez en los 130 años de historia del catalanismo político que los partidos de obediencia catalana incorporan la independencia como objetivo programático. El octubre de 2017 es hijo de este cambio estructural y, visto con perspectiva, es el primer gran evento catalán del nuevo ciclo histórico.

Pero el cambio de ciclo no fue solo catalán, también fue español. Así como en Catalunya fue brusco y repentino, allí fue un proceso más largo en el tiempo: se empieza a gestar en torno a la segunda legislatura de José María Aznar (2000-2004) y del trabajo intelectual de la Fundación FAES y llega hasta hoy, con dos momentos culminantes: primero, la sentencia del TC, donde el Estado pone un tope al autogobierno, dejando sin esperanza el gradualismo catalán; y después, la votación del artículo 155 en el Senado, donde se plasma gráficamente que el autogobierno de los catalanes no es un derecho inalienable, sino una concesión de la mayoría nacional castellana que domina el Estado: igual que se da, se puede quitar.

La involución de la derecha española y de los aparatos del Estado –especialmente el judicial– en las dos primeras décadas del siglo XXI hace que, hoy, ningún avance en el autogobierno que se negocie con un gobierno español progresista se pueda dar por consolidado, porque probablemente será revertido por el gobierno siguiente. Si antes del Procés el autogobierno catalán solo podía avanzar o, a lo sumo, quedarse estancado, hoy también puede ir hacia atrás. Es un factor de desestabilización potencial que antes no existía.

Todo esto no lo cambia la victoria electoral del PSC, ni la presidencia de Salvador Illa, ni la desmovilización independentista. Se trata de fenómenos que pueden durar más o menos, pero no dejan de ser idas y venidas normales de la política, mientras que los factores estructurales que configuran el ciclo histórico no se han movido de sitio: 1) Catalunya vive sujeta a una ley no votada por los ciudadanos; 2) los partidos de obediencia catalana han incorporado la independencia como objetivo político final; 3) por primera vez en democracia el autogobierno catalán puede ir hacia atrás en función de quién mande en España; y 4) los aparatos del Estado se han desacomplejado en su función de guardianes de la unidad nacional entendida a la manera castellana.

No se dan, pues, las condiciones estructurales para hablar de una pacificación de Catalunya. La cuestión catalana se juega ahora en un nuevo tablero de juego, potencialmente muy inestable. Un viento, una chispa repentina o una simple alternancia de gobierno pueden convertir las brasas en fuego. Todo el mundo debe ser consciente de que caminamos sobre estas brasas.

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