Salud

El misterio de la enfermedad de Kawasaki, el CSI de la medicina pediátrica

La doctora Jane Burns ha trabajado 40 años en la búsqueda de la causa de la enfermedad de Kawasaki, un síndrome que puede provocar aneurismas y ataques al corazón

Emily Baumgaertner/The New York Times
8 min
Tubos con sangre para realizar pruebas sobre la enfermedad de Kawasaki.

Parecía una escena de la serie de investigaciones criminales CSI: la doctora Jane Burns examinaba con detenimiento a través de un microscopio de la Oficina de Medicina Forense del Condado de San Diego unas muestras de autopsias relacionadas con una serie de muertes misteriosas. En ese instante, observaba a una que había sido extraída del corazón de un luchador de jiu-jitsu de 20 años al que vieron por última vez en el gimnasio y encontraron muerto en su cama dos días después. No había indicios de delito o autolesión. El tejido de los vasos sanguíneos de la placa tenía un aspecto anómalo. Burns se dirigió al forense: “Creo que quizá sea uno de los míos”.

Burns es experta en una enfermedad pediátrica rara llamada enfermedad de Kawasaki, llamada así por el médico que la identificó, el doctor Tomisaku Kawasaki, y que es la causa más frecuente de enfermedades cardíacas adquiridas en niños en todo el mundo. También es uno de los grandes misterios de la medicina pediátrica: nadie sabe lo que la provoca. Y la médica, que dirige las investigaciones del Centro de Investigación sobre la Enfermedad de Kawasaki de San Diego, adscrito a la Universidad de California, ha dedicado su vida a resolver ese misterio.

Es fácil que este mal, que suelen sufrir niños menores de 5 años, pase desapercibido: no hay ninguna prueba diagnóstica y muchos médicos confunden los síntomas –fiebre alta, erupciones cutáneas, labios rojos y cortados y “lengua de fresa” ”– con los de la fiebre escarlatina, el sarampión o una enfermedad transmitida por las garrapatas, a pesar de su rasgo distintivo: los ojos inyectados de sangre.

A menudo, la enfermedad de Kawasaki desaparece en cuestión de semanas. Sin embargo, si no reciben un tratamiento adecuado, aproximadamente una cuarta parte de los pacientes desarrollan aneurismas de las arterias coronarias que pueden desembocar en infartos repentinos y en la muerte, incluso años o decenios más tarde de haberla contraído, como parece que pasó al joven del que Burns analizaba muestras.

Burns y otros científicos son del parecer que los niños heredan un cierto grado de susceptibilidad a la enfermedad de sus progenitores y que algo que inhalan con la respiración, ya sea un virus, una bacteria o una toxina, desencadena la patología. Los climatólogos se preguntan si el calentamiento del planeta también podría extender la incidencia de la enfermedad.

Evitar más muertes

Los congeladores de Burns acogen el banco de muestras biológicas de la mayor enfermedad de Kawasaki del mundo, que la médica peina en busca de pistas, tanto en los vivos como en los finados, con la esperanza de descubrir el causante de éste mal. Cree que si se dilucida la causa, los investigadores podrán desarrollar pruebas diagnósticas que se traducirán en un tratamiento más precoz y evitarán más muertes.

Para llegar, ha conformado un equipo de detectives de lo más insospechado: un oceanógrafo, una estadística, una cardióloga, un historiador, un patólogo forense, un microbiólogo, un antropólogo y otros expertos en diversos campos. Después de 40 años de pesquisas, Burns cree que el equipo podría disponer de las herramientas para terminar el trabajo. “Es toda una empresa, un rompecabezas, es cierto, pero Jane es obstinadamente persistente”, comenta Daniel Cayan, un climatólogo del Instituto de Oceanografía Scripps que se ha incorporado al equipo de Burns para ayudar a investigar la influencia de la variabilidad climática en la enfermedad.

Las respuestas no podrían llegar en un momento más oportuno. La tasa de enfermedad de Kawasaki en Japón, el país en el que causa más estragos, aumenta a un ritmo alarmante y, en Estados Unidos, los médicos observan un repunte en los casos después de años de estabilidad, muy probablemente porque las medidas de distanciamiento social de la pandemia evitaron la exposición de algunos niños a los factores desencadenantes de la enfermedad.

Este año, los facultativos del Hospital Infantil Rady de San Diego, que registra el mayor número de visitas por enfermedad de Kawasaki en Estados Unidos, han diagnosticado el doble de casos que habitualmente. En hospitales de Boston, Colorado y Chicago también se registraron aumentos. “Cada día, en algún lugar de nuestro país, se da un diagnóstico incorrecto a un niño que padece la enfermedad de Kawasaki –dice Burns–. Antes, no disponíamos de las herramientas, equipos, muestras y datos para atacar esta enfermedad como es debido. Ahora sí, o sea que debemos ir al trabajo. Hemos tardado medio siglo en llegar hasta aquí, ¡pero estamos listos para empezar a rodar!”, añade.

De un patio de escuela a la atmósfera

La enfermedad de Kawasaki llamó la atención de Burns en 1981, cuando era médico residente de último año y estaba atendiendo a un bebé de tres meses con fiebre y erupciones misteriosas. El bebé murió. Burns asistió a la autopsia y, cuando abrieron el pecho del bebé, se hicieron cruces de lo que tenían delante: la superficie del corazón de la criatura estaba llena de aneurismas.

Los padres del bebé fueron puerta a puerta a reunir donativos en billetes sueltos y acabaron entregando 1.500 dólares a la médica en una bolsa marrón y rogándole que investigara la enfermedad. Burns convenció a tantos profesores universitarios de ayudarla de que, en la primera reunión, se metieron anchoados en el área de juego del hospital para lanzar ideas y trazar un plan.

En los primeros años de su investigación, la epidemiología de la enfermedad de Kawasaki parecía la de una infección clásica transmitida entre personas. En Japón, a finales de los 70 y los 80, hubo tres grandes epidemias de alcance nacional tan graves que hicieron pensar en un nuevo patógeno que se contagiaba entre una población sumamente susceptible. Después de las tres, vino un período de meseta, típicamente de varios años.

En los años 90, sin embargo, las cosas empezaron a tomar un aspecto extraño. En Japón, el número de niños en edad escolar que desarrollaban la enfermedad siguió aumentando a pesar del bajón de la tasa de natalidad, lo que parecía indicar que cada año había más criaturas expuestas a la causa misteriosa de la enfermedad.

En 2000, un estudiante de Burns se dio cuenta de que, cada vez que llovía, aumentaban los casos de la enfermedad de Kawasaki. Burns inició una colaboración con Cayan, el climatólogo, y con investigadores japoneses y descubrieron que, en el país nipón, los casos ascendían y bajaban de forma estacional y que, a diferencia de lo que se observa en los brotes transmitidos por contacto humano, siempre se registraban niveles de casos extrañamente uniformes en zonas extensas del país.

Más tarde, Burns y sus colaboradores, entre ellos el climatólogo europeo Xavier Rodó, analizaron los históricos de más de 247.000 pacientes de Japón y averiguaron que los brotes más importantes de la enfermedad tenían en común un hecho peculiar: todos se habían producido durante la entrada a gran escala de vientos procedentes de Asia Central . Cuando estos vientos llegaban a Hawái y California, el número de casos también subía a estos lugares.

Fue entonces cuando Burns y su equipo empezaron a sostener que, fuera el que fuera el causante de la enfermedad de Kawasaki en los niños, no se transmitía de persona a persona, sino que probablemente viajaba por medio mundo arrastrado por el viento. A algunos les parecía poco probable que las partículas vivientes pudieran sobrevivir una travesía por la gélida troposfera, pero Burns, que congelaba virus habitualmente para conservarlos en el laboratorio, no podía quitarse la teoría de la cabeza.

El equipo esperó hasta que se dieran las condiciones para que el agente estuviera presente en la atmósfera y envió un avión a sobrevolar Japón y recoger muestras de aire. Con la ayuda de Ian Lipkin, un microbiólogo de la Universidad de Columbia, analizaron los filtros y detectaron un tipo de hongo llamado cándida. Sin embargo, se trataba sólo de una asociación, no de una causa segura y, de nuevo, se quedaron sin financiación.

En los años anteriores, Burns había incorporado nuevos miembros a su equipo polifacético, entre ellos una ambientóloga y una analista de datos. Los resultados que obtuvieron eran extraños: la tasa de casos en niños de más de 3 años se había multiplicado por cinco en las últimas décadas, pero la tasa de los menores de 3 años se había mantenido relativamente estable todo aquel tiempo. Por si fuera poco, el ciclo estacional de casos era totalmente diferente en cada uno de los dos grupos de edad.

El 2020 fue el año de un experimento natural. Los inicios de la pandemia de cóvido provocaron el cierre de los centros escolares y los casos infantiles de enfermedad de Kawasaki cayeron un 28% en Estados Unidos. Sin embargo, los virus respiratorios contagiosos más comunes entre las criaturas prácticamente desaparecieron por completo, pero la enfermedad de Kawasaki, no. De hecho, el número de menores de 12 meses con enfermedad de Kawasaki apenas cambió, lo que apuntaba a una exposición en el ámbito doméstico que seguía afectando a los bebés.

La atmósfera puede ser “complicada y caótica”, asegura Charles Copeland, el último fichaje del equipo, que combina registros históricos y modelos climáticos de superordenador para realizar estimaciones de los patrones de vientos a nivel mundial cada hora del día remontándose hasta los años 70. El objetivo es averiguar si brotes aparentemente aleatorios de la enfermedad de Kawasaki que se han producido a lo largo de la historia estaban atados con configuraciones de los vientos particularmente anómalas. “Para tratar de resolver el lío y llegar al fondo de si éste es un tema de vientos, es importante hacernos las preguntas correctas, advierte.

Un caso que pasó inadvertido, o dos

En la Clínica de la Enfermedad de Kawasaki del Hospital Infantil de San Diego, dirigida por Burns, la atención a los niños que padecen la enfermedad siempre está ligada a la búsqueda de su causa.

No hace mucho, un miércoles por la mañana, Kirsten Dummer, que es cardióloga pediátrica, examinaba el TAC cardíaco de una criatura de 2 años que presentaba signos de un aneurisma de grandes dimensiones en el lado derecho del corazón. “La pregunta más importante para los padres es: ¿cómo ha ocurrido? ¿Cómo ha cogido esto a mi hijo? En todos los consultorios, básicamente lo que quieren saber es esto”, explica Dummer.

Burns, que sigue pasando consulta a pacientes, comenta que estas preguntas la motivan. "Si todos fuéramos doctorados que trabajan en el laboratorio para averiguar la etiología de la enfermedad de Kawasaki" iríamos a otro ritmo, dice. "Pero hay urgencia, porque vamos de un lado a otro, del laboratorio a los pacientes, y decimos: 'Ostras, tengo que responder a esta pregunta'".

Más tarde esa mañana, Inez Maldonado Diega, una niña de cuatro años vestida de sirena, aplastaba bolas de plastilina con su madre mientras Burns les comunicaba la noticia. Diecisiete días atrás, el consultorio de pediatría de la niña no había detectado que padecía la enfermedad de Kawasaki. El ecocardiograma había salido bien, señal de que, de momento, su corazón estaba sano, pero todavía tenía fiebre, lo que quería decir que la enfermedad podría persistir. “Ojalá la hubiéramos visto antes”, decía Burns mientras escuchaba el latido del corazón de Inez. La médico pidió muestras genéticas tanto de la niña como de su madre para su banco de material biológico explicándoles que se cree que los hijos heredan la susceptibilidad a la enfermedad de los progenitores.

La madre de Inez, Tiara Diega, aseguró a Burns que nunca había tenido la enfermedad de Kawasaki de pequeña, sólo la fiebre escarlata. Burns levantó las cejas y pidió a Diega si podía llamar a su madre y ponerla en el altavoz. Hace muchos años, durante la infección, ¿Diega había tenido los ojos inyectados de sangre?, preguntó la médica a la madre de Diega. Sí, contestó ella. Burns exhaló lentamente. "No era fiebre escarlatina", dijo. Por un momento, se hizo silencio en la estancia; Diega aún sostenía una torta de plastilina en la mano y asimilaba los riesgos que esto implicaba para madre e hija. Acto seguido, Burns derivó a Diega a hacerse un TAC cardíaco para averiguar si, todos estos años, había estado incubando un grave peligro.

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