Como añoraba el olor a hierba y tierra mojada, las balsas por el camino y el canto del agua, después de dos días de lluvia pacífica he querido subir por la riera de Salenys, como si subiera por dentro del cuello de un animal. Regadas, las plantas se habían tensado y puesto en pie, se habían musculado, y algunas, victoriosas y floridas, levantaban el puño con trofeos de colores. Las hierbas sacaban pecho y yo pensaba: tendrás que andar por encima como quien camina sobre las aguas. Cada hoja brillante es una pluma concreta del animal que atravieso.

Fui subiendo por la tráquea. Debajo de mí, cubierto de vegetación, de vez en cuando el arroyo gorjeaba, pero a veces también roncaba como un felino. En los áticos y en los últimos pisos de los plátanos y de los chopos, los pájaros tuiteaban imitando el borboteo, como si pasara otro arroyo por encima de mí. Atravesé más de una vez la riera saltando de una piedra a otra, me fui encauando. Había troncos caídos, carcomidos, muelles hasta los huesos, y un chopo tumbado que daba una barandilla gruesa y negra y acompañaba el arroyo un trozo.

Cuanto más entraba en la bestia, más serio iba haciéndose su ronquido y, de repente, lo llenó todo y daba medio miedo. Hasta entonces el agua se había reído de mí aquí y allá, escondida en el seto, con el chapoteo de las mujeres de agua lavando ropa, pero de repente yo había entrado en una cueva de vegetación, el pozo de Les Goges, una balsa que no tiene fondo, dicen, y hacía un sonido gutural como el rumor de dentro un horno de troncos encendidos sin chispas, y era el salto de agua que manaba de una rendija entre las rocas y tocaba un timbal sumergido, sin ritmo.

Me enfilé por las rocas, noté que empiezo a tener movimientos de viejo, prudentes, seguí arriba, pasé el resalte de la Murtra y el estanque del Bassal y escalé una roca que llaman las escaleras del Diablo, y patinaba, y pasé un salto de agua en la roca de titanio y atravesé otro túnel de hierba, como una lluvia solidificada, y llegué a la pared final de la boca, que ya no podía escalar de tan vertical, con el salto del Lobo, que también podría llamarse la garganta del lobo, el manantial del animal verde que salivaba y roncaba, todo un manantial de saliva, y me senté a reposar. Entonces volvió a llover un poco. Miré hacia arriba y vi sobre mí el bosque que me rodeaba. Los troncos eran fuertes y brillantes como patas de caballo, cada árbol era un caballo de una manada de caballos salvajes. Nos quedamos mirándonos, yo quieto y sin respirar para no asustarlos y que el bosque no se fuera de golpe al galope.

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