"Con la comida no se juega". Es una frase popular que los abuelos y padres tradicionalmente han dirigido a los niños para regañarles cuando no comen. Proviene de un tiempo en el que en nuestra sociedad se pasaba hambre, y ha pervivido en el imaginario colectivo. En muchas partes del mundo todavía hay malnutrición. En nuestro país hay bolsas de pobreza con problemas para tener una alimentación correcta que paradójicamente conviven con prácticas de derroche de alimentos –se da en muchos hogares, y también en la restauración y los supermercados–. Dos realidades contradictorias. A esto aun le tenemos que añadir que la dieta predominante en el primer mundo se basa en un fuerte consumo de carne y otros tipos de alimentos cuya producción produce un insostenible estrés ecológico. Este modelo tiene una afectación muy relevante sobre la crisis climática, de forma que la ganadería y la agricultura industriales globales, y el transporte masivo intercontinental de las mercancías que producen, son en buena parte responsables del exceso del CO2 que emitimos a la atmósfera.
Ante esto, hay dos movimientos complementarios que se retroalimentan y que buscan minimizar los efectos de esta realidad insostenible para avanzar hacia un cambio de paradigma. Por un lado, existen la agricultura y la ganadería ecológicas, que minimizan el uso general de agentes químicos contaminantes y perjudiciales para la salud y que, además, son respetuosas con los derechos de los animales. Por otro lado, hay las nuevas dietas de reducción de consumo de carne, vegetarianas o directamente veganas, que en algunos casos, sin embargo, no están exentas de inconvenientes para la salud si se aplican mal. En todo caso, cada vez hay más conciencia social de la necesidad de actuar en este doble terreno de la producción y el consumo para contribuir a frenar el cambio climático y para garantizar un futuro alimentario saludable y sostenible para toda la humanidad. El crecimiento hasta ahora imparable de la población mundial, sumado a la explotación intensiva de los recursos de la Tierra, es una carrera suicida que tenemos que revertir.
La humanidad ha experimentado varias revoluciones alimentarias, empezando por la del neolítico y acabando por la revolución verde del siglo XX, cuando entre las décadas de 1940 y 1960, a través de la ciencia y la tecnología, se consiguieron grandes adelantos en la producción de cereales. Ahora seguramente estamos a las puertas de un imprescindible nuevo cambio de modelo en el cual la tecnología y la ciencia volverán a jugar un papel clave, pero que pide también la implicación activa de la ciudadanía, que, al menos en el mundo desarrollado, tendrá que comer menos y mejor, y tendrá que ser mucho más cuidadosa y solidaria a la hora de evitar el derroche. En este sentido, los cambios de hábitos en las escuelas que se están dando en muchos centros de Catalunya son un buen camino a seguir, un camino que tendría que irradiar a los hogares y al conjunto de la sociedad. Pero, sin duda, no se puede dejar todo al voluntarismo o a la iniciativa cívica. También hay que fijar estas nuevas tendencias en la legislación para garantizar que las generaciones futuras puedan comer de manera sana y sostenible.