Los directivos que se cargan la democracia

Muñecos de Donald Trump en un acto de campaña en Racine, Wisconsin.
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A las grandes empresas estadounidenses no les importa cargarse la democracia, o eso parece. Stephen Schwarzman, de Blackstone, el conglomerado de inversión inmobiliaria y capital privado, es tan sólo el último líder empresarial en apoyar la candidatura de Donald Trump a la presidencia. Los CEO de las principales empresas petroleras han hecho lo mismo, y Jamie Dimon, presidente y CEO de JPMorgan Chase, comentó no hace mucho que las opiniones de Trump sobre la OTAN, la inmigración y otras muchas cuestiones cruciales son “bastante acertadas” .

Han cambiado muchas cosas desde enero del 2021, cuando los seguidores de Trump asaltaron el Capitolio para impedir la certificación de las elecciones presidenciales del 2020. En las semanas posteriores a la insurrección, muchas empresas prometieron solemnemente no financiar a los candidatos que negaran que Joe Biden había ganado de forma justa. Pero después resultó que esos compromisos eran pura palabrería.

El mundo empresarial nunca ha manifestado una verdadera afición por la gobernanza democrática, ya lo sabemos. Cuando se trata de las propias operaciones, prefiere la autocracia por encima del autogobierno. Los jefes ejecutivos exigen obediencia de gestores y trabajadores, ya los accionistas, que supuestamente son los que mandan, se les tranquiliza fácilmente con recompensas financieras y rara vez concitan el tipo de acción colectiva necesaria para obligar a los ejecutivos a rendir cuentas.

¿Qué hace que estos líderes empresariales sean tan poderosos? La respuesta habitual es que controlan los activos de la compañía. A esto se refería Karl Marx cuando decía que el control de los medios de producción permite a los capitalistas obtener una plusvalía de la mano de obra. Desde entonces, los modelos económicos le han reivindicado, demostrando que el control de los activos efectivamente se traduce en control de los trabajadores.

Pero las cosas son algo más complicadas. Después de todo, Schwarzman y Dimon no son dueños de las máquinas de sus empresas o de los edificios que alojan a los agentes de bolsa, inversores o personal bancario que trabajan allí. Pueden tener acciones de sus imperios empresariales, u opciones para comprar más acciones en sus empresas, pero estas tenencias, por lo general, sólo representan una fracción del total de acciones en circulación. Y si bien a los accionistas, en su conjunto, muchas veces se les califica de propietarios, el capital no les da el control de las operaciones de la empresa o de sus activos. Más bien les confiere un derecho a votar a directores, de comercializar sus propias acciones y de recibir dividendos.

Sin embargo, si los CEOs mandan como si fueran los verdaderos dueños es gracias a un poder que está plasmado en los instrumentos legales que utilizan para construir sus imperios. Se apoyan en leyes corporativas y laborales que privilegian a los accionistas por encima de los trabajadores, en regulaciones financieras que protegen la estabilidad de los mercados financieros, y en la generosidad de los bancos centrales y de los contribuyentes, que a menudo rescatan a sus empresas cuando se han extralimitado .

Pero estas dependencias no suelen reconocerse, y el papel crucial que juega la democracia a la hora de establecer la legitimidad y la autoridad de la ley, menos. Los líderes empresariales se sienten más cómodos cerrando acuerdos consigo mismos que sometiéndose a un autogobierno colectivo, pero también dependen profundamente de la ley y del sistema político que la sustenta.

Al actuar en interés propio, están replicando la historia de la construcción original del estado, que el sociólogo Charles Tilly comparó con el “crimen organizado”. Al inicio de la Europa moderna, los líderes políticos se mantenían en el poder cerrando acuerdos con sus amigos, que después sellaban más acuerdos con clientes que necesitaban tenerlos de su lado. El “resto” de la sociedad servía como soldados rasos: un recurso que los poderosos explotaban para financiar el mantenimiento de la paz interna y externa.

Pero he aquí el problema. De este tipo de acuerdos, a diferencia de los que están incorporados a la ley, no puede exigirse su cumplimiento. Nada impide que un futuro presidente rompa las promesas respecto a los directivos empresariales durante la campaña, y Trump ha dejado muy claro que tiene poca paciencia para la ley y las limitaciones que le impone como líder empresarial, presidente o ciudadano común. Esto le convierte en un socio comercial muy poco fiable, y directamente en un candidato peligroso para la presidencia.

Pero muchos líderes empresariales están haciendo la vista gorda ante todo esto. Quieren más empoderamiento, menos impuestos y menos restricciones legales y regulatorias. Algunos intentarán llegar a acuerdos para impedir que Trump se venga de ellos por alguna deslealtad o desaire del pasado. Pero lo que todos van a recibir, al fin y al cabo, es incertidumbre legal, lo que es perjudicial para los negocios.

Llámenlo al síndrome de Hong Kong. Cuando los defensores de la democracia y del estado de derecho salieron a las calles de Hong Kong para resistir el control central del gobierno chino continental, la mayoría de líderes empresariales (y los jefes de los grandes despachos legales y contables) no se distrajeron boca , y después aceptaron la ley de seguridad que ponía fin a la relativa autonomía de Hong Kong. Podemos pensar que tenían más miedo de la gente que del estado chino, por lo que recibieron con agrado el restablecimiento del orden después de que las manifestaciones fueran reprimidas.

Pero esta estrategia ha resultado contraproducente. El control estatal se ha vuelto más férreo no sólo contra los defensores de la democracia, sino también contra las empresas. Las empresas han recurrido a la autoayuda y han trasladado centros de datos a otras jurisdicciones, dando a sus empleados de Hong Kong teléfonos móviles de prepago, reduciendo la presencia en una ciudad que en su día destacó como un mercado global y un centro financiero rutilante.

No entendieron que la autodefensa individual es más cara y menos eficaz que la autodefensa colectiva. Esta última exige una vibrante democracia constitucional en la que el estado de derecho mantenga un compromiso genuino con una autonomía fuerte, más que una cortina de humo que esconda las imposiciones de las grandes empresas. Cuando Schwarzman, Dimon y otros titanes de las empresas estadounidenses descubran los costes de cargarse la democracia apoyando a Trump, será demasiado tarde.

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