La emergencia global de la esclavitud infantil

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Un niño trabaja en la tienda de teles familiar a Dhaka, Bangladesh. UNICEF estima que 4,9 millones de niños de entre cinco y quince años trabajan y tienen un mínimo acceso en la educación en este país.

Iqbal Masih, el joven activista paquistaní víctima de explotación infantil asesinado trágicamente en 1995 por denunciar la precariedad, el abuso y la insalubridad que centenares de miles de menores de aquel país estaban sufriendo, fue el testigo que permitió visibilizar el horror que se esconde en la esclavitud contemporánea y que se manifiesta en las más varias formas de execrables delitos que atentan contra la dignidad de los niños, las niñas y las adolescentes y frustran por siempre jamás su inocencia y sus ilusiones de futuro.

El Día Internacional contra el Esclavitud Infantil que conmemoramos este viernes, precisamente en recuerdo del joven de 12 años que levantó su voz y lideró la denuncia en defensa de los derechos de los niños, tiene que servir para sensibilizar y concienciar de la existencia de una situación que constituye una verdadera emergencia global. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), actualmente más de 152 millones de niños y niñas en el mundo trabajan de manera forzada –de los cuales 73 millones están en una situación de grave peligro– comprometiendo su integridad física, psicológica y formativa.

En este contexto, muchos menores se ven obligados a abandonar su educación escolar para ayudar a sus familias a subsistir; y a menudo la vulnerabilidad estructural que sufren es aprovechada por las mafias, que, primero a través del engaño y seguidamente mediante la violencia, reclutan personas para explotarlas de las maneras más salvajes e inimaginables. Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, la mayoría de las víctimas de tráfico de personas con finalidades sexuales son mujeres y tres de cada diez tienen menos de 18 años, y son vendidas como si fueran mercancías para acabar en los países del llamado Primer Mundo. 

Las diversas formas de esclavitud que persisten en el siglo XXI nos afectan y son una responsabilidad de todos y todas, puesto que, ya sea en los estados de origen, de tránsito o de destino, la explotación infantil constituye un negocio lucrativo que se nutre de la prostitución o del consumo de productos que se fabrican en puntos del planeta donde no se respetan los derechos laborales ni humanos más elementales. Asimismo, Unicef ha alertado de que existen 300.000 niños soldado en unos 30 conflictos armados abiertos y, si bien hay una relación de causalidad entre la esclavitud infantil y los desastres bélicos o naturales, no se trata de un problema que afecte exclusivamente a lejanas regiones del planeta: ya sea por el tráfico de órganos, para obligarles a mendigar o por la práctica de matrimonios forzados, la delincuencia que se aprovecha de los colectivos más vulnerables, y muy especialmente de los niños y niñas, traspasa las fronteras de cualquier país.

La situación excepcional del covid-19, que ha provocado la ralentización de muchas empresas y servicios públicos y que ha confinado territorios enteros, no ha conseguido parar la maquinaria de una industria que avanza invisible pero despiadada y que desde su irrupción ha agudizado las desigualdades preexistentes. Alarmada por el volumen de familias que dependen de la economía informal y que consiguientemente no tienen acceso a los sistemas de protección más básicos para hacer frente a situaciones de paro o de incapacidad, el Programa Internacional para la Erradicación del Trabajo Infantil (IPEC) –que desde que fue creado por la OIT en 1992 se ha dedicado a prevenir la explotación laboral de los menores– está aprovechando su experiencia y presencia operativa en más de 62 países para hacer realidad el hito 8.7 de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas de acabar con todas las formas de esclavitud de los niños y niñas de aquí a 2025.

Con este espíritu hay que reivindicar la coordinación y la implicación de los gobiernos, las empresas y la sociedad civil en su conjunto, a través de estrategias verdaderamente integrales y valientes para prevenir, reprimir y sancionar las conductas de los criminales atacando la prostitución y las redes de tráfico de personas; pero también para erradicar la pobreza mediante el impulso de la educación y la igualdad de oportunidades de todas las personas, y de manera prioritaria de los menores, puesto que, como aseguró Malala Yousafzai, la joven activista que recibió el Nobel de la paz con solo 17 años y a quienes también intentaron silenciar vilmente por defender los derechos civiles, "un niño, un profesor, un libro y una pluma pueden cambiar el mundo".

M. Eugènia Gay Rosell es decana del Colegio de Abogacía de Barcelona

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