Pedro Sánchez durante el debate de investidura de Feijóo.
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Un malestar difuso empapa la política. Hay quien reconoce que su vida, vacaciones, viajes, consumo, tecnología ha mejorado en comparación con la de sus progenitores, pero existe pesimismo hacia el futuro. Las últimas reformas en el sistema de pensiones, la reforma laboral y el salario mínimo han disminuido (insuficientemente) el boquete salarial por razón de género. Los datos macroeconómicos son mejores, pero la incapacidad de garantizar un techo a todos nuestros conciudadanos, y la falta de horizonte claro en servicios que son pilares del bienestar como la sanidad y la educación, seguramente ayudan a ese malestar difuso, que en la política, sobre todo la que llamamos “central”, adopta una tonalidad de lidia, de trifulca desagradable.

Los liberales confían en que esto lo resuelvan el mercado y los beneficios de sus inversiones, y ven oportunidades de negocio en los sectores con mayor demanda; los nacionalistas buscan enemigos de la nación; la izquierda pide una mayor implicación de la administración pública; y los sin escrúpulos de las diversas extremas derechas culpan a los inmigrantes y las élites “globalistas” de las organizaciones supraestatales por desprestigiar a las instituciones que no pueden controlar.

Y la explicación no puede ser ya la dictadura. Los déficits en transporte ferroviario y de transporte público en general son fruto de la dejadez o de una priorización inadecuada; los disparates urbanísticos lo son de decisiones de los representantes políticos que podemos dejar de votar. Incluso la incapacidad de modernizar el sistema judicial es achacable al tactismo partidista. De todo ello deberíamos llamar normalidad democrática, y deberíamos implicarnos más en las posibles soluciones o en impedir los escenarios de futuro indeseados. Pero el malestar ciudadano contra la política y su juego sucio ha llevado a los socialistas a hablar de “barro” ya una desconcertante retirada de cinco días del presidente del ejecutivo central.

Les confieso que consideré el gesto estrambótico. Pero, a pesar de desaprobarlo, he pensado reiteradamente en todos los momentos en que he sentido la punzada que busca infligir dolor, sólo dolor, y no confrontar proyectos políticos, ni siquiera arañar un puñado de votos. Acciones que buscan romper a la persona, no hacerle entender otros posicionamientos. Desapruebo el gesto de Sánchez porque el detonante era la admisión de una querella contra Begoña Gómez que en mi opinión no tendrá recorrido y acabará archivando. Ahora bien, que lo desapruebe no quiere decir que no me haya removido el pensamiento para intentar averiguar cuál era el primer recuerdo, posterior al mes de junio de 1977, de una acción contra mí o de otros compañeros en iguales condiciones que intentara herirnos sin más, sin obtener siquiera el más mínimo rédito político. Y en el recorrido por la memoria he encontrado un número excesivo. Empezamos muy temprano y las flechas eran de todos los colores políticos. Un entendido recuerdo a mis padres, que no tenían ninguna responsabilidad en mis decisiones de carácter político. Un indescriptible sentimiento de culpa por no haber protegido aún más a mis hijas y logrado impedir que su imagen fuera usada pérfidamente; unas intromisiones en asuntos personales que me han convertido en fabricante de corazas.

Aunque se acabe demostrando que no había nada, el uso prostituido de la jurisdicción penal, a menudo después de un resultado electoral no digerido, y la voluntad de difamación dan lugar a noches desveladas, un estómago revuelto y sufrimiento esparcido durante años.

Mi decisión, contrariamente a la del presidente Sánchez, fue siempre minimizar la situación, simular que no dolía, tener pintura preparada para tapar los insultos antes de que los viera mi familia. Pensaba que así los autores de las bribones no gozarían de su triunfo y no insistirían en esos caminos que no deberían transitarse bajo ninguna excusa, porque los cargos públicos somos sustituibles por la vía de las urnas. Quien desee hacer política basada en el dolor y la destrucción personal debe ser repudiado por todas las fuerzas políticas. Pero los devastadores de principios nunca acaban, siempre vuelven con caras renovadas. Me gustaba pasearme por todas las redes sociales, hacer un instrumento de conversación con personas con las que quizás no coincidir nunca en el mismo local. También en estas redes he aprendido a no conversar. La retahíla de descalificaciones personales podría predecirlo en su literalidad antes de que se publique una opinión mía. Una opinión de la que se puede discrepar, pero no pasará ni un minuto antes de que alguien me insulte y descalifique.

Este junio cumplirá cuarenta y siete años de las primeras elecciones en las que cada uno puso la papeleta que quiso, pero la democracia es mucho más que un sistema de Parlamentos escogidos por sufragio universal. La democracia es sobre todo una actitud. Si no abjuramos de determinadas formas de hacer política no podemos pedir que se impliquen en política aquellos grandes expertos en determinadas disciplinas que tan bien harían. Un difunto malestar recorre hoy la política y un ambiente enrarecido no nos permite mantener un debate sereno. Liberémonos de resentimientos, llenámonos de buenos argumentos. Nadie está ajeno. Yo tampoco.

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