Pedro Sánchez durante la comparecencia en la que anunció que seguía al frente del gobierno español.
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La espantada de Pedro Sánchez ha movilizado a cargos públicos y militantes del PSOE como si, sitiada por la agresividad del PP y Vox, la patria estuviera en peligro. La máquina del fango, en expresión de Umberto Eco adoptada por Sánchez en la carta y en el regreso, no es exclusiva de España, pero aquí está magnificada por una falta de regulación y control de los negocios privados de los políticos, el llamado lawfare y el bloqueo de los órganos superiores de la justicia.

La explicación de la bronca política permanente es que los gobiernos nacionales cada vez gobiernan menos, por lo que en el espectáculo político dominan el escándalo y la crispación. No es que los gobernantes gobiernen menos porque se despisten y pierdan el tiempo con escandaleras y griteríos; es al revés: se distraen y se enzarzan en insultos y minucias porque tienen cada vez menos capacidad de gobernar.

En la mayoría de los países democráticos, la inmensa mayor parte del gasto público son obligaciones previamente contraídas, especialmente salarios públicos, pensiones, subsidios del paro, intereses de la deuda y otras transferencias y gastos financieros. Y el relativamente pequeño gasto discrecional está fuertemente limitado por programas de larga duración. La mayor parte de los estados miembros de la Unión Europea ya no tienen soberanía real y no producen resultados por sí mismos. En España, hace algo más de diez años, el presidente del gobierno, Mariano Rajoy, declaró, poco después de tomar posesión, que “no tenía libertad” para tomar las decisiones mayores, puesto que estaba sujeto al mandato y la vigilancia de la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional. La gran mayoría de las leyes, incluidos los presupuestos generales del Estado, se derivan de regulaciones, directivas y decretos requeridos por la UE. Las máximas diferencias posibles de una asignación de recursos entre un gobierno de izquierdas y uno de derechas afectarían a menos del 5% del PIB. Es la pérdida de poder político real de las instituciones estatales lo que explica sobre todo el descrédito de la política y la proliferación de los escándalos.

Existen dos consecuencias muy notables de esta traslación del poder. La primera es la emergencia a la luz del día de la persecución del interés privado y la “avaricia insaciable de los políticos” a la que se refería David Hume. En los políticos sin poder real de decisión, la búsqueda de fortuna y de modus vivendi adquiere más relieve. Saltan escándalos de malversación de recursos públicos. La baja calidad de los políticos es una función directa de su falta de competencia y carrera profesional y del desconocimiento del trabajo fuera de la política.

La otra consecuencia de la impotencia es la banalización del discurso político y de las campañas electorales. La gesticulación habitual persiste, pero como el espectáculo está sobredimensionado, ya que carece de sustancia, degenera en peleas personales, insultos y bravatas. Una “ideología” política con la que se pretende identificar a un partido o un portavoz ya no son unos valores que intentan dar coherencia a un conjunto de políticas públicas. Es solo una etiqueta que avala un repertorio de mensajes fragmentarios, cortos, superficiales, personalistas, negativos, a menudo ofensivos. El espectáculo que hemos visto estos últimos meses en el Congreso con gritos, gesticulaciones y exabruptos de los diputados, mientras ignoran o fingen ignorar el paisaje de fondo de su colosal impotencia, es impresionante. El resultado es el descrédito de la política y el fastidio de los espectadores. Pero así como la mayoría de los ciudadanos se cansan, se avergüenzan, desconectan, los políticos tienen más margen para continuar con sus cosas.

Últimamente, incluso algunos altos cargos públicos se retiran de la política. Recordad que Mariano Rajoy salió quemado y frustrado. Pablo Casado ni siquiera completó la candidatura. Meritxell Batet abandonó a medio camino. Pedro Sánchez y Begoña Gómez tampoco lucharon en el antifranquismo y la Transición, lo que significa que tienen menos fortaleza emotiva frente a la algarabía en que se ha convertido la política española. Pero, tras una discreta y sombría reflexión, Sánchez ha concluido que la retirada era aún peor que vivir en el fango. O sea, que lo peor era dejar los cargos, perder el glamour publicitario, afrontar un futuro financieramente dudoso y encontrarse en la calle con una imagen de débil y perdedor. Quizá tuvo miedo de que, sin otro oficio ni beneficio, como su ex-VP, tuviera que acabar de tertuliano y abriendo un bar.

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