Catalunya es, de manera persistente, un país con una natalidad baja. Tiene, en este sentido, un problema estructural. Desde hace más de un siglo se mantiene un patrón de pocos hijos, una característica propia que con el tiempo también adoptan las mujeres inmigradas. La edad de tener el primer hijo es muy tardía: ahora mismo de 31,4 años, cuando en 2008, al inicio de la anterior crisis, era de 29,1. Hasta ahora nadie ha conseguido revertir esta realidad, muy conocida y estudiada. No está claro si no se ha sabido frenar la tendencia por falta de voluntad o por incapacidad. En todo caso, la política natalista forma parte de la mayoría de programas políticos, de derecha e izquierda. Sin éxito también a ambos lados.
Los últimos datos del Idescat, del 2020, no han hecho sino consolidar esta mengua de nacimientos. Con un elemento añadido que llama poderosamente la atención: si la media de descenso respecto al 2019 es de un 5,9%, en diciembre del año pasado, es decir, exactamente nueve meses después de la irrupción del covid-19 y del confinamiento duro, la reducción de nacimientos se ensartó hasta el 20%. Está por ver si este contundente batacazo en la natalidad se confirma durante los primeros meses del 2021 (las cifras oficiales todavía tardarán en llegar), pero en todo caso los datos no auguran nada bueno. La incertidumbre personal, social y económica fruto de la pandemia claramente ha impactado sobre las parejas jóvenes a la hora de decidir tener hijos o, mejor dicho, a la hora de decidir no tenerlos o de aplazar su llegada.
El resultado es que Catalunya, que desde 2008 no ha parado de recular en nacimientos, confirma su excepcionalidad dentro de Europa como colista en natalidad, con uno de los indicadores de fecundidad más bajos de la Unión Europea: 1,2 hijos de media por madre (el 2008 eran 1,59). La actual media europea son 1,53 hijos por madre, mientras en Francia es de 1,8 y en los países nórdicos de 1,7. Catalunya se sitúa al nivel de Italia y Europa del Este.
La debilidad de las políticas sociales y de familia es sin duda un elemento relevante, pero también influyen los problemas de vivienda, así como el paro y la precariedad laboral, que además tienen un claro sesgo de género, con las mujeres como grandes perjudicadas. Lo estamos volviendo a ver, también, con el covid, que otra vez ha castigado en especial a la población femenina. Las dificultades para la conciliación laboral se suman a este conjunto de condiciones que están en la raíz de un problema que viene de lejos y que los demógrafos no creen que se corrija en los próximos años si no hay cambios radicales en todos estos campos.
Lo único que ha permitido corregir el déficit demográfico endémico de la sociedad catalana y, por lo tanto, su envejecimiento excesivo, ha sido la inmigración. No solo porque ha traído savia nueva, sino también porque las mujeres venidas de fuera, al menos de entrada, tienen más hijos, a pesar de que pronto se adaptan al esquema social poco natalista catalán. Por lo tanto, o se da prioridad a políticas transversales que estimulen los nacimientos o se tendrá que seguir confiando en la llegada de inmigrantes. Lo que no tiene sentido es no hacer lo primero y a la vez cerrar fronteras.