Se ha señalado en estos días la coincidencia del décimo aniversario del 15M con la apabullante victoria electoral de Díaz Ayuso en Madrid, que habría venido a poner fin a un ciclo de cambio y de esperanza o a revelar al menos la derrota definitiva de sus esporas.
¿Qué fue el 15M? Fundamentalmente tres cosas. Fue, para empezar, un movimiento sin memoria. Como he escrito otras veces, lo emocionante de las protestas de 2011 es que formulaban sus reivindicaciones en el presente más puro. La generación que las encabezaba no reprochaba al régimen del 78 su genealogía dudosa ni buscaba voltear la derrota de los abuelos en la olvidada guerra civil; denunciaba sus carencias democráticas y exigía el cumplimiento de la Constitución, no su abolición. Se indignaba contra el incumplimiento de las promesas de la Transición y contra el bloqueo del futuro por parte de unas instituciones, minadas por la corrupción, que habían abandonado a su suerte, en medio de la crisis, a los más jóvenes: “no nos representan”. Esa falta de memoria tenía algo angelicalmente peligroso, pero también potencialmente renovador. Por primera vez una protesta política se hacía al margen de la melancólica historia de España, en un espacio público atravesado no por viejas consignas militantes sino por haikus promiscuos y certeros; no por viejas banderas partidistas sino por gestos menudos y universales. En ese sentido, el 15M iluminó fugazmente el umbral de otra España posible, sin deudas con el pasado, capaz por tanto de pensar otro contrato social y otro marco de convivencia.
Por esta misma razón, el 15M fue -en segundo lugar- un movimiento de impugnación general que, contra las políticas neoliberales, suspendió el eje izquierda/derecha, al que no reconocía ni autoridad ni valor. Su enmienda a la totalidad del régimen del 78 incluía a los dos bipartidismos, el que enfrentaba teatralmente a PP y PSOE, claro, pero también el de “los perdedores”, con la disputa periférica entre IU y la izquierda extraparlamentaria. El 15M, de un modo sin duda ingenuo y a veces beligerante, nació al margen y mantuvo su independencia respecto de la matriz ideológica del 78, lo que generó sospechas y hasta denuncias desde la izquierda tradicional, que no supo comprender ni su explosión ni sus posibilidades. Apoyado por más del 80% de la población, la debilidad y la fortaleza de las protestas residió precisamente en esta radicalidad sin organización o en esta organización sin ataduras.
El 15M fue, finalmente, un movimiento “cuidadoso”, en el sentido de que, contra la antropología disolvente del neoliberalismo, y para sorpresa de todos, hizo mucho hincapié en la comunidad física de los participantes, en la construcción gozosa y casi infantil de vínculos concretos no identitarios. Una de las razones -dicho sea de paso- del fracaso del primer Podemos tuvo que ver con la tentativa de conciliar esta lentitud afectiva de los acuerdos con los imperativos fulgurantes de la “máquina de guerra electoral”: se seguían invocando en público los cuidados quincemayistas mientras la máquina destruía los cuerpos en el interior, en una combinación de cursilería y ferocidad que caricaturizaba en las formas y desmentía de hecho el espíritu del 15M.
La convergencia de estos tres rasgos en las plazas públicas pareció vacunar al país contra la emergencia de los movimientos ultraderechistas ya muy presentes en el resto de Europa. Hoy sabemos que sólo la aplazó. Diez años después, por una mezcla de errores propios y de dinamita ajena, el nuevo incumplimiento de promesas, esta vez por parte de la llamada “nueva política”, ha dejado expedito el camino a esa derecha iliberal que, para recuperar el poder, se tiene que radicalizar y violar, en sentido contrario, las mismas reglas de juego que al 15M se le antojaban insuficientes y oprimentes.
La victoria de Ayuso, con su asidero en Vox, tiene algo de sueño siniestro. Porque se ha construido, en efecto, desde la demolición de los tres rasgos citados del 15M; desde su inversión literal. Frente a la amnesia potencialmente fecunda, PP y Vox han rememorizado la peor España, restaurando un marco de confrontación que parecía olvidado o, al menos, embridado entre paréntesis. Toda la campaña de Ayuso, en este contexto sanitario de excepción, ha estado basada, como sabemos, en la insurrección agresiva y demagógica contra el “gobierno social-comunista” de Sánchez, desafuero verbal al que a menudo, desde UP, se ha respondido como deseaban sus rivales. Todos volvemos a tener memoria; se nos han pasado las ganas de olvidar; nos han vuelto las ganas de matarnos.
Inseparable de esta recuperación de la memoria, las elecciones han confirmado también la restauración del eje izquierda/derecha que el 15M había debilitado. Esta restauración es la condición misma de otra concomitante, la del régimen del 78, ahora en una versión mucho más pugnaz e inestable. El PSOE creía poder manejarla en su favor, pero sus muchos errores han facilitado el retorno de un PP que hasta el 4M se mostraba encogido y cabizbajo: los socialistas no han sabido aliviar las tensiones en Catalunya, quisieron deshacerse de UP con la fallida moción de censura en Murcia y no han sido valientes en sus medidas sociales contra la pandemia. El PSOE parece estar acometiendo de nuevo su especialidad histórica, legado del “liberalismo” decimonónico español: la de entregar el “pueblo”, empobrecido y desalentado, a la derecha más cavernícola.
Finalmente, frente a los cuidados no identitarios del 15M, la campaña de Ayuso se ha apoyado en ese descuido identitario que ha llamado salvajemente “libertad”. Descuido porque ha interpelado los egoísmos hedonistas de la antropología neoliberal milagrosamente suspendida hace diez años en la Puerta del Sol; e identitaria porque ha ido acompañada de la construcción inédita de una “identidad madrileña”. El nombre de “Madrid”, por primera vez desde 1978, ya no nombra, por sinécdoque, el gobierno central sino el territorio de Ayuso y su “separatismo” rebelde, una especie de remedo cañí del procesismo catalán que, a diferencia de éste, después de succionar las riquezas circundantes, puede aspirar a determinar la suerte del país: “Madrid es España dentro de España”. O como quiera que se formule la coincidencia final de las dos valvas: Madrid taberna y Madrid funeral.
Santiago Alba Rico es filósofo, escritor y traductor